Desde esa helada y estrellada noche de notas danzantes he guardado este texto para mis íntimos deleites. Hoy vuelvo a él con una mente más aguda y procurando en lo posible ser preciso con los detalles de una luna que escudriñó mis recuerdos a ritmo de vals, de bambucos, guabinas, pasillos y porros. Siento necesidad de decir que he leído este texto varias veces, que he pensado en omitir algunas de las sentencias que en él se encuentran, sin embargo, no puedo, ese fue mi pensamiento en aquel momento y cambiarlo sería violentar la magia de aquella sinfonía, por esto he procurado dejar la esencia de aquel momento en que escribí, y acrecentar más su contenido, intentando al máximo dar a entender que sigo siendo el hombre aquí latente y que, más que por el afán de mostrarlo, lo retomo por su entrañable significado y como una base cercana a mis recuerdos más antiguos.
I. Unos ojos que ya he visto
Soy de los que piensa que las mejores cosas y los mejores acontecimientos son los que jamás nos esperamos y por alguna extraña razón suceden, como alimento de una suerte loca que ha maneja nuestras vidas y que, bien o mal, la mayoría de veces sonríe, y cuando no lo hace, puede consolarnos en el cálido busto de la existencia.
Estaba sentado junto a una conocida, esperábamos el último llamado para entrar al evento de apertura del “XIX Festival de Música Andina colombiana” en el auditorio Luis A. Calvo, le había comentado acerca del festival, ella muy culta y emocionada dijo que le gustaría ir. Conseguí las boletas y la invité. No había pasado una hora y ya había botado la boleta, y lo peor del caso, se dio cuenta en el último llamado para entrar, no supe si indignarme o no, peor hubiera sido hacerlo, me despedí amablemente y entre solo.
Me dirigí a las filas delanteras y dejé descansar mi humanidad en el rojo escarlata de la silla, cerré los ojos por unos segundos… los abrí y tuve esa extraña sensación de alguien que observa desde atrás reclamando una mirada, sigilosamente roté mi cabeza, cuello y tronco para que mis ojos se encontraran con otros que ya había visto antaño. Me quedé mirándolo mientras mi mente hacía un flash-back agresivo y, antes de que yo le largara la mano para saludarlo, él lo hizo, al estrecharnos le dije –me acuerdo de su cara pero no de su nombre –él sonrió, me dijo que se llamaba Andrés y que le sucedía lo mismo. Le recordé mi nombre y él con una sonrisa me dijo que estaba en tercer semestre de música; le respondí que estaba en segundo semestre de Español y literatura y que los dos habíamos estado juntos en primaria en el colegio San José de la salle. Él volvió a sonreír y asintió, terminamos el saludo y la conversación no dio para más, el concierto estaba por empezar.
Con la mente y los ojos ya fijos en el escenario empecé a cavilar sobre mi infancia a ritmo de tamboras… ¡El Chiqui! ¡Claro, el que está atrás mío es el Chiqui! Cómo olvidarme de ese amigo consonsísimo y zángano que uno llega a querer más que a la caja de doce colores doble punta y que la profesora odia porque lo que le faltaba en estatura le sobraba en energía e inventiva.
El Chiqui que desde muy pequeño se dio cuenta de que podía tener y crear de donde nada existe a un ser que lo acompañaría sin importar el lugar en donde estuviera, ni el acontecimiento, ni la hora, ni la locura. En la infancia él deseaba un estado de juego infinito, cada clase y cada momento del día le parecían el último, siempre tratando de llamar la atención, de sonreír y hacer sonreír, uno de esos arlequines incansables que disfruta distrayendo a los que están a su alrededor, aunque parecía disfrutar más pelear con los profesores. Un día el Chiqui estaba exhausto de hablar solo y gritar nombres extraños sin que nadie apareciera, en ocasiones esa misma energía lo hacía irritante. Se la pasaba llamando a personas que no estaban. Ahora que puedo mirarlo con otros ojos pienso que nada era real de lo que él quería como amigo, ni material ni lengua ni forma, nada de lo que el Chiqui quería era algo que él hubiese visto antes. Por aquellos días junto a la profesora Beatriz, él habitaba en otro lugar así estuviese a nuestro lado. No sabría a quién culpar, él era de los que llevaba el uniforme arrugado y descolorido, zapatos pelados y poca lonchera, no lo imagino pegado al televisor como a otros. Yo procuraba siempre hacerme cerca suyo y mirar sus cuadernos, prestarle colores, sacapuntas, animar eso que me hubiese gustado hacer y que los demás veían como extravagante. Cuando más podía compartir a su lado era en las mañanas, en la formación donde nos reunían a cantar música Andina. Aún recuerdo a nuestro profesor de español de apellido Martínez, solía ser barbudo, de contextura gruesa y estatura mediana, le gustaba mucho andar con camisetas a cuadros y ponernos a cantar esta canción de Garzón y Collazos que se llama "On tabas". Como si fuera ayer, oyéndolo cantar a todo pulmón, después de las palabras y el regaño del padre Silvio. A esos momentos debo la nostalgia que siente mi espíritu al escuchar esta música, ¿se siente bien o mal?, no sé cómo decirlo. Lo siento y habito a destellos una baldosa del patio donde nos paraban a cantar…
On tabas chatica linda
por qué te fuistes y me dejastes
ayer te busqué to’o el día
en el ranchito y no te encontré
está muy remilgadita chatica linda de mi querer
de la montaña venía trayendo flores linda mujer
Quizá ya encontró a su chatica o a lo que se imaginase en ese entonces que fuese una chatica, el caso es que Chiqui un día se cansó de buscar y de andar solo, se decidió a jugar con nosotros de nuevo, pero después de ese día no lo volví a ver más, hasta esta noche en la que me siento creado a brochazos, de diferentes colores y capas, diluido y desgastado y revivido finalmente por el agudo trinar del tiple. Había alguien más cercano al Chiqui que yo, pero él era aún más cerrado, pequeño, flaco y mono, igual de desgarbado, no sé qué pasaba con él pero nadie se atrevía a molestarlo. Cuando su amigo el Chiqui no volvió más debí preguntarle el porqué y descubrí entonces la apertura a un mundo que transformaría mi vida, que me perturbaría en un principio pero que sería al mismo tiempo mi salvación y la razón de ser lo que ahora soy. Trataré de recordar detalladamente lo que él, Mónoga, me dijo en dos descansos, junto a la fuente abandonada detrás del coliseo de La Salle dónde solíamos jugar al escondite. La fuente inservible tenía el tamaño de una piscina, el tiempo y la madre naturaleza se habían encargado de decorarla misteriosamente. El fondo sin agua y cubierto de matillas que se enredaban entre sí era un atractivo para nuestras mentes exaltadas, entre la jungla y la ciudad, y en lo alto de la gran fuente, sostenido por dos pilares metálicos había una estrella de cobre que daba la impresión de que todo estaría siempre bien –aunque a Chiqui no le gusta –decía Mónoga – la estrella era la misma que hacía unos años habían pintado en el mural del patio donde nos llamaban a cantar. El mural perturbaba enormemente porque era un camino que ascendía de la nada hasta más arriba de unas nubes entre gris y rojo, la estrella iluminaba el espacio en donde el camino se bifurcaba y salían de él dos ramificaciones igual de bizarras, una iba hacia abajo aparentemente, hacia donde las nubes parecían más rojas y oscuras, y el otro iba hacia arriba donde se veía algo de luz. Antes de la bifurcación estaba pintado un niño de tonalidad trasparentusca, desnudo que miraba hacia el camino oscurecido… que imagen para ver todos los días mientras se reza el padre nuestro. Me obnubilaba imaginando lo que habría bajo las nubes rojas –tal vez el infierno con llamas y demonios retorciéndose al compás de trinches, tal vez dinosaurios y monstruos de otras dimensiones, quizá fantasmas y un lugar oscuro lleno de paredes y leves luces que rebotaban nuestro reflejo –solía pensar. Me atraía más pensar en ese lugar que en el que iba hacia arriba, cómo si la luz me cegara y me saciara sin poder así apreciar nada.
Mónoga me habló del día en que jugamos de nuevo allí con el Chiquí. Al lado de la fuente estaba el mejor de los escondites, la casa abandonada de grupo Scout 14. Chiqui y todos lo sabíamos, no nos atreveríamos por nada a entrar allí. Alguna vez mientras tomábamos nuestras loncheras en el corredor escuchamos el diálogo de un profesor que le decía al rector lo horrorizado que estaba por lo que se decía de aquella casa, entre otras cosas, que habían encontrado allí a una niña que había sido penetrada salvajemente –como picando melón – de las palabras propias del docente –y lo peor de todo era que había sido a su gusto, me dijeron – remató el rector. En un principio no le presté mucha atención hasta que supe qué era penetrar y mi cabeza me brindó una imagen como en el más atroz de mis videojuegos, el cuarto lleno de sangre salpicada por todas partes, niños con cuchillos y una risa estridente que salía de la boca ensangrentada de la niña, escalofriante, y se agravaba cuando recordaba el dicho de mi abuela que decía –los que mueren felices asustan a los tristes. Ni el Chiqui ni nadie entraría en esa casa, aún hoy se puede ver, está allí, intacta para la posteridad. No dejo de sentir un escalofrío al pasar por su lado cuando cruzo el puente entre la Gabriela Mistral y el Colegio San José, allí están las maderas podridas y las ventanas selladas, vivas, diciendo más que nunca –aquí han sucedido cosas horribles.
La cuenta del escondite le tocó al mismo de siempre, a Pachito por decisión democrática, treinta pequeños lapsos para esconderse seguido de –ni por delante ni por detrás el que lo haga la quedará – Chiqui ya tenía previsto su escondrijo entre las malezas –dijo Mónoga – y para cuando Pachito iba en diez, él ya se estaba retractando de su idea. Bichos y líquidos moráceos caían de las plantas. En esas había pasado Hernández y dijo –le toca el próximo, este es mío – lo empujó con fuerza hacia la parte más visible de la fuente; estaba a punto de levantarse cuando sintió una mano suave que lo agarró fuertemente y lo condujo con rapidez por las malezas, no pudo él ver quién lo guiaba por estar pendiente de Pachito y por las malezas que entorpecen la vista. Mónoga se tomaba su tiempo dándome su versión de la historia y yo lo escuchaba con más atención que al sermón de las mañanas.
Cuando al fin se arrastraron y llegaron a estar bajo las escaleras, en el lugar con poca luz y a salvo, miró Chiqui la mano que sostenía la suya. Era blanca y delgada, las uñas como roídas por algún ratón y azuladas, eran las manos de una niña –no estás en nuestra cuenta –exclamó Mónoga imitando la voz del Chiqui– no, pero no creo que eso me impida jugar ¿o sí? –Chiqui calló un tiempo y se asomó para ver donde estaba Pachito –Mónoga seguía contándome y mirando la casa Scout. Yo no me atrevía a interrumpir su silencio, me sumía en sus palabras y no dejaba de sentir un cosquilleo que me recorría el cuerpo por hacer predicciones malsanas. Mónoga continuó al rato.
¡Viene, váyase antes de nos encuentren! –Dijo Chiqui en la narración de Mónoga – la cara triangular de la pequeña dijo –si me estuviste llamando por tanto tiempo, ¿por qué ahora no me dejas jugar a tu lado? –de nuevo el silencio y el cosquilleo.
¡Mira! –dijo la extraña – ¡viene tu amigo, nos va a ver!, ¡rápido corramos hacia aquella casa! La mano suave de nuevo tomó los dedos fríos de Chiqui, pero esta vez no cedió su cuerpo –No, hacia allí no, no me gusta ese escondite – dijo –pero es el mejor, vamos juega conmigo que al fin estoy a tu lado, vamos que en esa casa no nos van a encontrar y podremos seguir escondiéndonos juntos, recuerda que si la quedas yo no te ayudare a buscar, ese juego no me gusta, por favor vamos –las manos y el cuerpo de la niña se le acercaron lentamente, con un olor que venía del cielo y con un calor que parecía del infierno, se arrodilló frente a él, le susurro justo al oído –nunca nos encontrarán. A esto su cuerpo estaba sin fuerzas. La niña misteriosa de vestido colegial se apresuró y levanto a Chiqui, corrieron de matorral en matorral, muy cuidadosos, sin que nadie, nadie los viera hasta llegar a la puerta de la casa –pero por ahí no se entraba –dijo Mónoga sin quitarle el ojo a la casa. Rodearon la casa y encontraron una escalerita que daba a la ventana del segundo piso, ella subió y el la siguió como una mariposa a la luz.
Esta fue la historia que me contó Mónoga, en mis palabras, por supuesto. Hoy puedo decir que tal vez me timaron con cuentos, aunque ese cuento, esa partida, y la nueva visión mística del mundo abrió para mí un camino de descubrimiento, de querer saber más de lo que el colegio nos daba en materias de lecturas. Sin darme cuenta me deslicé hacia lo místico y encontré allí un nido de palabras en el cual reposar.
Fui tomando formas diferentes, rayando mis cuadernos, dibujando mamarrachos, procurándome cuanta imagen extraña veía en la calle, inventando historias a mis amigos de la ronda. La palabra me había tocado fibras muy profundas, la cuerda milenaria del hombre y su desconcierto de estar solo en el mundo, desprovisto de entes extrasensoriales que habitan las historias, así comenzó mi atracción por lo oculto, que poco a poco se tradujo en pasión por la lectura y el dibujo que siempre tienen un significado que trasciende el papel, trasciende la letra y el sonido, sabe llegar hasta nuestro deseos y atravesarnos el pecho y la mente como una buena melodía.
II. La ronda II
Cuánta impotencia no derramé en el segundo piso de mi casa, haciendo planas de mi nombre mientras veía como todos jugaban en la calle. Mamá no me dejaba salir si no había escrito la plana de mi nombre y había leído algo, de los libros del colegio, lo había grabado y me había escuchado. Las peleas eran diarias. Fue así como empecé a encontrar el goce por la forma de mis letras, de tanto hacerlas me di cuenta que podía tener un estilo parecido al de papá o al de mamá o al de nona. En el colegio nos obligaban a escribir en letra cursiva y en scrib, o despegada. Hacía letra grande en un cuaderno, pequeña en otro, y mis trazos se tornaban punto a punto una parte de mi, cambiante, variable y transformadora, creadora y permeable a las desgracias, a los malentendidos, a la impotencia, a la ira, incluso al amor.
Mi afán y mis pensamientos cercanos persistían. Me llamaban las llamas, los gritos que se sentían en mi cabeza después de leer unas cuantas horas. Papá me había regalado un tomo de "la biblioteca universal de misterio y el terror" que aún conservo, y de la que no vi sino las imágenes y leí los títulos. Dibujos a blanco y negro de cuerpos de mujeres descuartizadas y en posiciones casi de tortura. Al final de cada cuento hay una cabeza de monstruo decapitada, me interesó mucho pero el calor de los primos frente al televisor ganó la batalla. Para cuando eso tendría ocho años, bastantes amigos y un conjunto para jugar, con recovecos y casas abandonadas, la quebrada pasaba al frente y nos gustaba especular en las noches sobre estos temas extraños, así revivía mi obsesión. Nacían las lloronas, el diablo, el caballo negro que escupía flama, los duendes, las brujas. Asustarnos contando historias era una forma de matar el tiempo y encender la imaginación.
En las noches de diciembre las luces son más fuertes, frecuentes e hirientes. Solíamos coger la cera de las velas y hacer lo que llamábamos la boca del dragón, respirábamos fuego, pólvora, noche y estruendos. Las noches largas en el quiosco desbaratando volcanes para hacer caminos que terminaban en sombras y facciones forzadas con dientes desvanecientes, escuchábamos las historias de los más grandes que salían a corretear matachines. Era un tranvía de secuelas y sensaciones acompañadas de pantallazos de colores y lugares mal guardados en la memoria. Aquellas narraciones abrían paso a los matachines que se vestían de animales o de diablos, entonces era algo así como –marica y el diablo blanco me estaba persiguiendo por pirineos pero me le perdí y dos cuadras arriba me encontré con el oso negro que nos correteó hasta "papi quiero piña" y nos acorraló con el ángel hasta que nos dieron bombazos, después no emboscaron con el lobo y ahí sí nos tocó meternos a una casa. Por obvias razones nosotros no podíamos salir, solo podíamos verlos y gritarles insultos desde la portería, verles los trajes e imaginar en las noches las historias de "los grandes" era un deleite.
La obsesión por lo oculto fue desapareciendo. Vinieron las sonrisas sonrojadas del sexo opuesto, los juegos de la botella, manos calientes y los secretos de media hora. Papá me regaló la historieta del Rey León, el cuento de Jorobado de Notre Dame y un cómic de "Batman versus Depredador". Esas fueron mis lecturas de aquellos tiempos de la ronda.
III. Retorno
Ya entrado en recuerdos y acabadas las tamboras seguí recordándome quién era en un rápido viaje por mi infancia. Entro la banda Mochila Cantora y todos sus cuarenta y punta integrantes llevando ostentosos y brillantes instrumentos de viento que suenan mejor de lo que se ven; empezaron a venir a mí todos los recuerdos de la primaria, El Chiqui ya no estaba con migo, pero siempre me las arreglé para tener un mejor amigo, así fuera un vago, un loco, un sucio, un gil o quien fuera desde que se confabulara con migo. Recordé que solía vivir un poco elevado como dirían mis profesoras, queridas y delicadísimas ellas, rezongando porque el muchachito se la pasa es haciendo mamarrachos en los cuadernos.
IV. LUNADAS
Las palabras para describir esta etapa de mi vida pueden ser pocas para lo que experimenté, jamás pensé en ningún momento que para cuando entraría al colegio “ideal”, mi ojos se cruzarían con los matices de vida que antes solo soñaba. Es como un cuadro, una pintura que mezcla la vida cotidiana con siluetas de otros mundos, salvajes e irresistiblemente prohibidos.
En una de las excursiones que hacíamos del colegio, llegamos a las canchas cercanas a los edificios de informática. En la planta baja había unos baños, cerrados con gruesos barrotes y candados. La razón era lo que había en sus paredes. Con negro, con rojo y diferentes gamas de colores oscuros, dibujos de demonios haciéndole reverencia al gran satán, inscripciones de bendiciones blasfemas y miles de estrellas sugestivas revistiendo penes, culos representaciones sexuales con el número seis por todas partes. Entre otras cosas, olían horrible y solo nos atrevimos a visitarlos un par de veces durante el descanso, las personas que pasaban cerca terminaban por llevarse una extraña reputación.
Desde un comienzo, siendo un fuerte grupo de cinco, entramos a ser miembros de la juventud Lasallista del colegio. Debíamos saber la vida de San Juan Bautista de La Salle, quien le dio cabida la educación para las clases promedio de la época de finales del siglo XVII y comienzos de XVIII. Cada reunión era una reflexión continua sobre nuestras familias, sobre la importancia del estudio, sobre el deber que teníamos con Dios y con la amistad. El ejercicio era bueno, siempre he apreciado los momentos de silencio en los que se puede pensar, divagar, retroceder, soñar, es algo que, en mi opinión, se está perdiendo en esta época tan agitada. Uno de los esfuerzos más grandes de nuestros “coordinadores” era no nombrar palabras que hicieran referencia a aquellos baños, ni a nada parecido con ellos, siempre y cuando hubiese un maestro o una autoridad superior cerca. De resto ese era un tema que se tocaba con el debido cuidado, entre unos pocos, es decir, entre nuestro grupo de cinco y dos coordinadores ya que nosotros fuimos los primeros en cuestionar. A medida que pasaba el tiempo, tuvimos nuestra primera lunada y el manto que la cubrió fue casi una pesadilla.
Después de terminar todas las actividades que los coordinadores nos habían preparado, cada quién hacía lo que quisiera, la mayoría se quedaba en el teatro jugando cartas o hablando, el miedo a salir casi que tomaba la forma de retrete. A nosotros no nos importó, de hecho íbamos decididos a salir. Lo primero con lo que nos encontramos al salir fue con la estatua de la virgen, blanca y bañada por una gran luna de madrugada, era casi las dos de la mañana, el recorrido que habíamos planeado era sencillo, una vuelta por los salones de dibujo, una pasada con la linterna por los baños y finalmente el edificio Bucaramanga, donde decían que el niño Scout se había ahorcado en el último piso. Nos quedamos un rato mirando los ojos sin vida de la estatua de la virgen. No sé decir qué nos detenía en ese momento, después de tanta oración, de tantas misas y repasos a la biblia y a la vida de santos. Podría decir que mirábamos la estatua con desdén, como si lo que estuviésemos a punto de hacer fuera un capricho o una forma de decir que nuestra fe ya no existía o que ya se había desvanecido. Teníamos miedo.
La presión crecía a cada paso y lo único que teníamos en mente era que algo sucedería, era lo que esperábamos, un suceso que hiciera realidad todo lo que nos decían sobre un mundo oscuro y agazapado debajo de la tierra, un espacio donde solo los contradictorios de las leyes y de los dioses pueden estar, un galimatías frente a nuestros ojos. Citando a un poeta santandereano que, quizás haya escrito nuestros deseos antes de vivirlos, Gaitán Durán, diré que lo que anhelábamos era, ser “lo que no se repite ni ha apelado jamás ante los dioses”.
El viento soplaba fuerte retumbando en nuestros dientes titiritantes de miedo, ansiedad y frío. Pasamos los ojos sin expresión de la virgen, caminamos lentamente sintiendo el golpe de las hojas, alejándonos de las risas del auditorio, adentrándonos cada vez más en la oscuridad, escabulléndonos despacio, sintiendo, disfrutando el terror, sintiendo de repente que algo te sigue las espaldas y desata una risa nerviosa, helada y contradictoria. Las ventanas sonaban con el viento de la noche y los arbustos tomaban formas extrañas, recuerdo que empezamos a disvariar y a jugar con nuestros sentidos, hacia donde mirábamos veíamos sombras pasar a toda velocidad, nuestra mente se retorcía mientras temblábamos y nuestros oídos escuchaban frases como -¿no siente? hay un duende siguiéndonos desde que pasamos la virgen, son muy rápidos, pero ...mírelo, está detrás de las matas, vamos... -los salones de dibujo nunca me habían parecido tan grandes, los árboles alrededor parecía brazos que en cualquier momento se abalanzarían contra nosotros, nuestros oídos seguían repitiendo la idea del duende -nos sigue -yo solo pensaba, que en el momento en que alguno de nosotros emitiera el más leve grito o señal de retirada, si uno de nosotros pensaba retirarse, todos saldríamos corriendo y gritando. El grito estaba estancado, teníamos terror, pero no podíamos gritar, nos hubiesen descubierto, hubiesen penalizdo a la pastoral y hubiésemos quedado como miedosos. El momento casi llega, cuando alcanzamos el último de los salones, unos pasos antes de llegar al costado izquierdo, sabíamos que allí, habían escritas algunas aberraciones, de un rojo intenso, craneos, esperpentos, cuerpos, símbolos, sugestiones... fue algo inmaculado para los sentidos. Solos, en contra de lo correcto, valientes, temblando, viendo sin ver, rodeados de malezas altas, de la noche oscura, de nada en realidad, y de todo en nuestras mentes. Jamás preguntamos más allá de la cuenta, no supimos quiénes hacían ese tipo de gráficos, ni con qué fin, diré simplemente que si querían crear un ambiente para hacer experimentar miedo a un grupo de adolscentes sin más oficio, funciona sin duda, como también funcionó para depertar mi gusto por la buena literatura.