Una verdad se revela ante
mis sentidos y razón –léase el opúsculo de Borges Nuestro pobre individualismo –no hay palabra más altisonante,
hermosa, tangible y legendaria que el vocablo estelar caos, distintivo del hombre latinoamericano. Su lógica es el ritmo que me embarga, que predomina, que a
gajos me destaja y me arma, una fuerza que idolatro y repugno.
Frente a mí rostro rojo de estornudos suena en la radio una música clásica y
armónica que intenta ayudarle a mis sentidos y a mi cuerpo a calmarse. Alrededor
de una hoja que pierde su blancura, la luz de la lámpara ilumina mi
cuarto en penumbras –aunque sea una mañana de domingo –sobre el escritorio hay libros,
diccionarios, sacapuntas, basuritas, borradores, un espejo, lapiceros,
audífonos, el mp3, el reloj incansable, más libros desparramados, hojas
garabateadas de un francés apenas comprensible y de un inglés torpe, tintas agotadas,
una grabadora sin batería, un celular que pía, un vaso vacío y otro lleno de marcadores, fotografías, bosquejos míos y de mi
hermana, pinceles limpios y sucios, mi billetera y la luz roja que
debería estar en la parte trasera de mi bicicleta al lado de la Clorfeniramina
para la constipación.
Mis pies reposan cálidos en baldosas
verdes que vibran sin cesar. El vecino del cuarto piso
que, contrario a todo pronóstico tiene mi mismo nombre, gusta de mezclas musicales
incoherentes que le impiden pensar y le destruyen sus tímpanos.
Pienso que quiere que lo noqueen en un tono de olvido. Su mezcla empieza con algo de Ramstein, se
pasa a Metallica, cambia inesperadamente a Vicente Fernández, aunque le baja un
poco; vuelve con algo de Nirvana, se descabella con Los Gigantes y
termina con el absurdo reggaetón. Cualquier persona que lo mire pensaría que es
un hombre normal, pero en realidad es una contradicción de sí mismo y de esa
misma contradicción, cualquier día de estos sube su moto por las escaleras o arroja
la nevera por el balcón mientras descubre a Beethoven.
Desde mi cuarto y con el cosquilleo en
mis pies, se escuchan hojas que se caen al piso en la sala, el sonido es
desesperante, más que el de la música del vecino –pero solo son hojas cayendo ¿por
qué? –activa algo en el cerebro que hierve en mis cienes y hiela mi pecho –pienso –mis
ejercicios, mis escritos todos esparcidos por el suelo… al menos hay aire
fresco.
Afuera del apartamento,
infortunadamente, hay canchas de fútbol y básquet. No soy enemigo del deporte,
ni mucho menos de la diversión, solo es un poco irritante que, desde hace ya
casi dos años –que los asentamientos en los alrededores de Floridablanca
crecen sin tregua –un grupo de hombres llega en camionetas, muy temprano y con
juicio, se cuelgan al posta de la luz y sacan energía para parlantes,
bombillas, baterías de carro y otros artefactos. También traen sillas, carpas, se agolpan
veintenas de motos y carros (con más música) y empieza el show, la parodia
protagonizada por palomos en pantaloneta, con los pulmones en la mano y los
ojos cerrados, con carrera de fara atropellado, con gritos y chiflidos. Se mueven al ritmo de cuanta canción suena en
los parlantes –a los que estúpidamente les pagamos la electricidad porque es del alumbrado público.
Juegan con árbitro y toda la cosa (alguien tiene que evitar que se agarren a
trompadas), mientras sus mujeres garlan a gritos (saben que en la
noche tendrán que llevarlos a rastras y sin un peso a sus casas), los niños
corren en bandadas y traman travesuras, juegan en la hermosa edad de
seguridades y experiencias nuevas. Me arranca interjecciones bizarras el ambiente, una mezcla de
ternura, de impaciencia, de
insignificancia y de orgullo, agolpado todo al mismo tiempo en el huracán de
sonidos, en el temblor perpetuo, en los gritos confusos, en el apetito, en la literatura,
en las melodías calmantes de John Cage, en alucinaciones bilingües, en
ideas que fluyen por mi otro yo que no es el que escribe, sino el que lucha
contra la avalancha del fin de semana en casa, concentrado tenuemente,
imperceptible en mi inmenso y diminuto cuarto.
Es curioso, no logro volver al momento
en que me quedé acompañado únicamente por mi espécimen canino, criollo, leal y
fiero, Tony Armando Mantilla Beltrán, acostado con la serenidad que brinda la
experiencia, reluciente de un negro recién bañado y lustrado. Lo miro y parece
que se da cuenta de mi gesto porque me lo devuelve perezoso y tranquilo,
adormecido por el calor de la mañana que se hace mediodía. Mis padres no están,
sucumbieron al desespero –eso pienso –aunque pueden estar haciendo alguna diligencia de fin de
semana. Mi hermana está en su curso de pintura, aflorando su excentricidad,
plasmando su forma, rectificando su existencia.
Bendita incertidumbre del caos. En
medio de este trastabillar de situaciones podría subir alguien a ofrecerme una empanada
o algo de la picada que se prepara en las canchas. Tal vez algún palomo sufra un
infarto y, como despedida, el resto ofrezca comida a los vecinos que vivimos en
las torres del frente, los que aguantamos sus desfogues de fin semana. Vivo en medio de una conversión de
universos donde todo puede pasar, desde una muerte hasta un parto improvisado
en la plaza de mercado.
Desde el viernes, han retumbado en mi head palabras en français, en english, y
algo de media vita in morte sumus, muy tranquillisant, seis minutos de singing gregoriano, is like estar mort durante ese time. Malgré mi calma, I no comprends como mi petite tête soporta tanta jodedera malhereux e insana, mal ambiente
para être.
Solo el fluir me tranquiliza, como un
trazo, una palabra, como un río que se extiende tranquilo entre las rocas que acaricia. Supe, desde el comienzó de este trajín, que soportaría estas situaciones, incluso es una forma de pasar el tiempo, acercarme a la
ventada indignado y comenzar a reír con alguna pelea u ocurrencia. Ver a los
chiquillos que persiguen perros o intentan discutir en sus jugarretas como
protopalomos. Mis sentidos ya están acostumbrados a eso, aunque, cuando puedo
irme no dudo en hacerlo, pero, por desgracia, me lo impide mi pequeña biblioteca
que es donde encuentro el fluir, como si el huracan que me rodea no pudiera
alcanzarla. Soy capaz de ver, escuchar, pensar, imaginar y garabatear cosas
distintas en un mismo instante, me empapo del espacio en su forma y me aparto
lo más que puedo del contenido, le imprimo uno propio.
Después de muchas semanas me he dado
cuenta de que esa misma incorrección del cosmos arbitrario me acelera y me
obliga a ser como él, se refleja hacia el mundo como una hiperactividad innecesaria pero desbordada. Me levanté el
sábado con el recuerdo fresco de mis sueños insanos y recuerdos del
silencio inmaculado de la madrugada
pasada, adornada por un loco amarrado a un castaño, por una mujer que come cal
y tierra, por un pobre desgraciado enamorado de su tía, por un poeta que no
decide por sí mismo y acaba en un destino sin remedio, por un amor de hace dos
siglos y por un hombre, tan lúcido y sereno, que sabe que nadie puede comerse un bollo sin perderlo. Por otro lado, y por encima del resto, está el toque de una
claridad de luz en un universo multicolor, de presencia incesante en mi
alboroto cósmico, el brillo de una sonrisa que ríe sin mirarme en las noches y
que, en mis adentros, está exhalando rocío sin calma a la sombra de un árbol
minúsculo.
Pasó la mañana del sábado y apenas me di
cuenta de que terminé la tutoría de francés, pasó como un destello. Llamé a un
compañero, escritor de las teorías mayas. Intenta buscar el orden en un
calendario de trece lunas donde hay trece meses de veintiocho días, y queda un
día libre, el día verde de la meditación, una intrincada argumentación contra
el caos actual que nos invade bajo la forma del calendario gregoriano. No
dudo de que los mayas hubiesen sido muy inteligentes, más que los romanos y
este calendario lleno de incoherencias y giros raros, meses irregulares y
demás. Pero, si lo que busca es el orden del universo por medio de los números,
puede ser que lo último que encuentre sea un juego de espirales infinitas, en
todo caso, yo trato de comprenderlo, de corregirlo en ocasiones, aún falta
bastante y él también destranca algunos de mis enredos. No me contestó, se sigue
dilatando la corrección.
La parsimonia del bus al mediodía,
dormí. De nuevo en casa, la radio, mi escritorio, el televisor encendido, mis
padres, Tony y su mirada enternecedora, mi hermana y sus bosquejos. Me sentí absorto
frente a mí mismo, como haciendo cuantas para actuar, obnubilado de voces e ideas que quizás no eran mías. Hice lo más sensato,
lo que funciona, escribí (no esto que está leyendo, sino lo del momento)
peripecias intrincadas, amordazadas, embadurnadas de varias capas gruesas
como rocas ilusorias que me impiden ver… ver… lo que precisamente está oculto,
lo que el caos se empeña en embriagar y abrumar. Qué poco interesante y monótono sería todo sin
él.
Una vez más, la inmaculada noche y su silencio, el espacio de la búsqueda, el escondite de los secretos, la ráfaga que no posee reflejo. Los papeles y las cosas en su sitio, la somnolencia presta a fundirnos en el sueño, se aclaran los velos. Quien no ve en la oscuridad es porque usa los ojos.
Una vez más, la inmaculada noche y su silencio, el espacio de la búsqueda, el escondite de los secretos, la ráfaga que no posee reflejo. Los papeles y las cosas en su sitio, la somnolencia presta a fundirnos en el sueño, se aclaran los velos. Quien no ve en la oscuridad es porque usa los ojos.
Crónica
Didáctica de la lengua materna II
EN BUSCA DE UN COSMOS -Diego Alejandro Mantilla Beltrán