Traducción al Prefacio
de: “Rimbaud. Poésies. Une saison en
enfer Illuminations”. Escrito por René Char en 1956.
Antes de acercarse a Rimbaud, deseamos indicar que de todas las
denominaciones que han tenido curso hasta ahora sobre él no retendremos ni
rechazaremos ninguna (R. el delincuente, R. el vidente, etc.). Simplemente
ellas no nos interesan, exactas o no, conformes o no, dado que un ser como
Rimbaud –y algunos otros de su especie –los contienen necesariamente todos.
Rimbaud el poeta es suficiente, es infinito. El bien decisivo y siempre
desconocido de la poesía es su invulnerabilidad. Esto está determinado, tan
fuerte como el poeta, hombre de lo cotidiano, es el beneficiario de esta calidad
de la que no ha sido más que el portador irresponsable. De los tribunales
de la inquisición a la época moderna, no se ve más que el mal temporal recaiga
finalmente a puertas de Thérèse d’Avila, no más que de Boris Pasternak. No
aprenderemos nada sobre ellos, quienes nos llegan intolerables y nos prohíben
ver su genio. Diciendo esto, no pensamos más que en el justo juego de las
compensaciones que les aplicará su clemencia como a cualquier otro mortal según
las oscilaciones de los hombres y el sentir de los tiempos.
Recientemente, se ha querido demostrarnos que Nerval no había sido
siempre puro, que Vigny tuvo miedo en una circunstancia tonta de su ancianidad.
Antes de ellos, Villon, Racine (Racine que su más reciente biografía usa un
lenguaje tan refinado y de una competencia que dejé de buscar). Aquellos que
aman la poesía saben que eso no es cierto, a pesar de las apariencias y las
pruebas inamovibles. Los devotos y los ateos, los procuradores y los abogados
no tendrán acceso profesional a lado de ella. ¡Extraña suerte! “Yo es otro” (je est un autre). La acción de la justicia es
opacada allí donde arde, donde se asienta la poesía, donde ha ardido algunas
tardes el poeta. Que él se encuentra de valeroso profesor para arrepentirse
cómicamente a los cuarenta años de vehemencia, admirado en la veintena de sus
años, el autor de Illuminations, y restituirnos su felicidad
anciana mezclada con sus arrepentimientos presentes, bajo el aspecto rosa de
dos compactos volúmenes definidos de archivos, esta labor de reagrupación no junta
dos gotas de lluvia a una onda, dos cascaras de naranja de más al rayo de sol
que gobierna nuestros lectores. Nosotros obedecemos libremente al poder de los
poemas y los amamos por su fuerza. Esa dualidad nos produce ansiedad,
orgullo y felicidad.
En el momento que Rimbaud partió, habiendo rodado una espalda
esculpida de actividades literarias y a la existencia de sus hermanos del
Parnaso, aquella evaporación instantánea en el momento sorpresa, no quiso instaurar un verdadero enigma hasta después, una vez conocida su muerte y la
división de su destino, dibujada sin embargo por un solo trazo de sierra. Pretendemos creer que no hubo ni ruptura, ni lucha, ni violencia, la última crisis
atravesada; pero interrupción de relaciones, parada del alimento entre el fuego
general y la boca del cráter, luego, descamación de sitios imantados y ornados
de la poesía, mutismo y mutación del verbo, término de la energía visionaria,
finalmente, aparición sobre las pendientes de la realidad objetiva de otra cosa
que sería, ciertamente, vano y peligroso de querer establecer acá. Rimbaud tiene su obra,
rápidamente constituida, a la carta, olvidada, no tiene
verdaderamente nada sufrido, no la ha detestado, no ha sentido en su
articulación oscura la verde cicatriz. De la adolescencia extrema al hombre
extremo, la distancia no se mide. ¿Hay una prueba de que Rimbaud haya ensayado,
en el periodo que siguió, de entrar en posesión de los poemas abandonados en
manos de los viejos amigos? A nuestro conocimiento, ninguna. La indiferencia
completa. Él perdió los recuerdos. Lo que sale ahora de la flaqueza de la rama
en lugar de las frutas, del tiempo que él fue un viejo árbol, esas son las
espinas victoriosas, ponzoñas que fueron anunciadas por el persecutor olor de
las flores.
Las observaciones y los comentarios de un poema pueden ser
profundos, singulares, brillantes o verídicos. No pueden reducirse a una sola
interpretación o a un proyecto o razón que no tiene razón de ser. La
riqueza de un poema, si ella debe evaluarse con el número de interpretaciones
que suscita, para arruinarlo seguramente, pero manteniéndolos en nuestras
vestiduras, esta medida es aceptable ¿Qué es lo que centellea, habla más de lo
que susurra, se transmite silenciosamente, hace fila de más detrás de la luna,
sin dejar más que lo vacío del amor, la promesa de la inmunidad? Ese centelleo
personal, esa trepidación, esa hipnosis, esas batallas innombrables son tantas
versiones, unas plausibles de un evento único: el presente perpetuo, en forma
de rueda como el sol y como el rostro humano, antes que la tierra y el cielo lo
halan hacia ellos sin estirarlo cruelmente.
Acercarse a Rimbaud el poeta es una locura porque él
personifica a nuestros ojos lo que el oro era para él: el intradós (parte inferior de un arco, familiarmente un puente) poético. Su poema, fascina y provoca al comentador, el quebrantamiento
inmediato; cualquiera que sea. Y como su único, ha obtenido a través la
divergencia de las cosas y de los seres de los que está formado, absorberá
sobre un plano burlesco los reflejos empobrecidos de sus propias contradicciones.
Ninguna objeción a esto pues él las comprende todas: “yo he querido decir lo
que eso dice, literalmente en todos los sentidos”. Palabra que, pronunciada o
no es cierta, que se remonta indefinidamente.
Hace falta considerar a Rimbaud en la sola perspectiva de la
poesía. ¿Es escandaloso? Su obra y su vida así se descubren de una coherencia
sin igual, ni par, ni, por desgracia, su originalidad. Cada movimiento de su
obra y cada momento de su vida participan en una empresa que diremos
conducida por la perfección por Apollon y por Plutón: la revelación poética,
revelación la menos deforme que, en tanto que ley, nos separa, pero que, bajo
el nombre de noble fenómeno es nuestro encanto casi familiar. Estamos
prevenidos: fuera de la poesía, entre nuestro pie y la piedra que presiona,
entre nuestra mirada y el campo recorrido, el mundo es nulo. La verdadera vida,
la colosal irrefutable, no se forma más que en los flancos de la poesía. Sin
embargo, el hombre no tiene la soberanía (ni la tuvo ni la tendrá) de disponer
a discreción de esa verdadera vida, de fertilizarla, salvo en los destellos que
se parecen a los orgasmos. Y en las penumbras que los suceden, gracias al
conocimiento que esos destellos han dado, el Tiempo, entre el vacío horrible
que se mantiene oculto y una esperanza-presentimiento que no revela más que a
nosotros, y no es más que el próximo estado de poesía extrema y de
visiones que se anuncia, el Tiempo se compartirá, se colará, pero a nuestro
favor, mitad pradera, mitad desierto.
Rimbaud tiene miedo de lo que descubre; las piezas que se juegan
en su teatro lo atemorizan y lo sorprenden, él teme que lo increíble no es
real, y, por consecuencia, que los peligros que su visión le hace correr, así
sean ellas mismas reales, están gravemente ligadas en vista a su pérdida. El poeta
ruso (no se refiere a Rimbaud ya que él nació en 1854 en Charleville-Mézières,
Francia) se esfuerza por desplazar la realidad agresiva en un espacio
imaginario, sobre los tratos de un Oriente legendario, bíblico, donde se
debilitaría, se apocaría su fabuloso instinto de muerte. Rusia es vana, el
terror se justifica, el peligro es real. El reencuentro que persigue y que
aprende, sobrevive como un doble cuerno, penetrando en sus dos puntos, en su
alma y en su cuerpo.
Hecho raro en la poesía francesa e insólito en la segunda mitad
del siglo XIX, la naturaleza en Rimbaud tiene una parte preponderante. No la
naturaleza estática, poco apreciada por su belleza conveniente o sus
producciones, pero sí asociada al poema donde ella interviene con frecuencia
como materia, fondo luminoso, fuerza creativa de pensamientos inspiradas o
pesimistas, gracia. De nuevo, ella agita, inquieta. He aquí lo que le sucede a
Baudelaire. De nuevo las palpamos, sentimos sus extrañezas minúsculas. Percibimos
en reposo que ya un cataclismo la arremete. Y Rimbaud va del dulce travesaño de
hierba donde la cabeza olvidada las fatigas del cuerpo y se convierte en un
agua de fuente, alguna caza entre poseídos en el pico de un acantilado que
expulsa el vómito y la tempestad. Rimbaud se apresura de lo uno a lo
otro, de la infancia al infierno. En la Edad Media la naturaleza era combativa,
intratable, sin brecha, de una grandeza indisputable. El hombre era raro, y
raro era lo útil, al menos su ambición. Las armas desdeñadas o ignoradas. A
finales del siglo XIX, luego de fortunas diversas, la naturaleza, encerrada por
las empresas del hombre cada vez más numerosas, excavada, devastada, retorcida,
dividida, desnudada, flagelada, acobardada, la naturaleza y sus amados bosques
son reducidas a una vergüenza de servidumbre insufrible, una disminución
terrible de sus bienes. ¿Cómo se haría insurgente si no es por la voz de los
poetas? Él siente despertarse el pasado perdido y burlado de sus ancestros, sus
afinidades guardadas para sí. También vuela él a su ayuda, eterno y lúcido Don
Quijote, identifica su destreza y la del otro, le devuelve a él, con el amor y
el combate un poco de su indispensable profundad. Él sabe la vanidad de los
renacimientos, pero más y mejor que todos, él sabe que la madre de los
secretos, ese que ocupa las arenas que se expanden sobre el aire de nuestro
corazón, de esa reina perseguida hay que mantener desesperadamente su partida.
Con Rimbaud la poesía dejó de ser un género literario, una competición.
Antes de él, Heráclito y un pintor, Georges de la Tour, habían mostrado qué
casa entre todas debía habitar el hombre: a la vez estático por el soplo y la
meditación. Baudelaire es el genio más humano de toda la población
cristiana, su canto encarna esto último en su conciencia, en la gloria, en sus
remordimientos, en su maldición en el instante de su caída, de ser
detestable, de su apocalipsis “Los poetas, escribe Hölderlin, se revelan en su
mayoría al comienzo o al final de una era. Es por sus cantos que el pueblo se
retira el cielo de su infancia para entrar en la vida activa, en el reino de su
civilización. Es por sus cantos que ellos regresan a la vida primitiva. El arte
es la transición de la naturaleza a la civilización y de la civilización a la
naturaleza”. Rimbaud es el poeta de una civilización aún no aparecida,
civilización donde los horizontes y los muros no son sino pajillas furiosas.
Para parafrasear a Maurice Blanchot, he aquí una experiencia de la
totalidad fundada en el futuro, expiada en el presente, que no tiene más
autoridad que la suya. Pero si yo sabía lo que era Rimbaud para mí, sabré lo
que es la poesía frente a mí y no tendré más a la escritura.
El instrumento poético inventado por Rimbaud es quizás la única
réplica del Occidente repleto, contento de sí, bárbaro desde su fuerza,
habiendo perdido justo hasta el instinto de conservación y el deseo de belleza
a las tradiciones y a las prácticas secretas de oriente y de las religiones
antiguas así como las magias de los pueblos primitivos. ¿Este instrumento, del
que disponemos, será nuestro último chance de encontrar los poderes perdidos?
¿De igualar a los Egipcios, los Cretenses, los Dogones, los Magdalenienses?
Esta esperanza de volver es la peor perversión de la cultura occidental, su más
loca aberración. Queriendo remontar a las fuentes y regenerarse, no se hace más
que agravar el anquilosamiento, que precipitar la ruina y castigar absurdamente
su sangre. Rimbaud había probado y reposado esta tentación: “hay que ser absolutamente
moderno: tener el paso ganado”. La poesía moderna tiene un país de atrás donde
la única ropa es la sombra. Ningún pabellón flota largo tiempo sobre ese
barquillo que, según el deseo de su capricho se da a nosotros y se retoma. Pero
ella indica a nuestros ojos el rayo y sus recursos vírgenes. Algunos
presentan: “¡Es muy poco! Y cómo distinguir lo que allí sucede? ¿Esos
minuciosos tendrían el sueño de tallar el sílex hace veinte mil años?
Rimbaud se evade situado indiferentemente en su edad de oro en el
pasado y en el futuro. Él no se establece. Él no hace surgir otro tiempo sobre
el modo de la nostalgia o el del deseo, que por abatirlo tempranamente y recaer
en el presente, ese dar en el blanco siempre hambriento de proyectiles, ese
puerto natural de todas las partidas. Pero del aquí al más allá, la
exasperación es extraordinaria. Rimbaud nos ha producido la relación. En el
movimiento de una dialéctica ultra rápida, pero tan perfecta como él no
engendra un alocamiento, pero sí una ventisca ajustada y precisa que lleva todo
con ella, insertando en el devenir su carga de tiempo puro, él nos entrena, él
nos somete, consintiéndolo.
Para Rimbaud, la dicción precede de un adiós la contradicción. Su
descubrimiento, su fecha incendiaria es la rapidez. La alcurnia de su palabra,
su alargamiento desposado y cubierto de una superficie que el verbo hasta él no
había jamás esperado ni ocupado. En poesía no se habita más que el lugar del
que se ha partido, no se ha creado más que la obra en la que uno se desliga, no
se obtiene la duración más que destruyendo el tiempo. Pero todo lo que se
obtiene por ruptura, desligamiento y negación, no se obtiene que por los otros.
La prisión se cierra tan rápido sobre el fugitivo. El que da libertad no es
libre sino en los otros. El poeta no se regocija sino en la libertad de los
otros.
Al interior de un poema de Rimbaud, cada estrofa, cada verso, vive
de una vida poética autónoma. En el poema Genio él se describe como en ningún otro
poema. Nos da el permiso, en efecto, que el concluye. Como Nietzsche,
como Lautréamont, después de haber exigido todo de nosotros, él nos pide de
“reenviarlo”. Última y esencial exigencia, ¿él que no se satisfizo de
nada?, ¿cómo podremos nosotros satisfacernos de él? Su marcha no conoce sino un
término: la muerte, que no es un gran asunto de este lado. Ella lo recibirá
después de sufrimientos psíquicos tan increíbles como las iluminaciones de su
adolescencia. ¿Pero su madre no lo había dado a conocer al mundo en un lugar de
nacimiento impertinente rodeado de vigías parecidos a serpientes ávidas de
calor? Estaban tan bien guarecidos de él que lo acompañaron hasta el fin,
no dejándolo que sobre el piso de su sepultura.
René Char
1956