domingo, 13 de enero de 2013

Traducción al Prefacio de: “Rimbaud. Poésies. Une saison en enfer Illuminations”. Escrito por René Char en 1956.


Traducción al Prefacio de: “Rimbaud. Poésies. Une saison en enfer Illuminations”. Escrito por René Char en 1956.




Antes de acercarse a Rimbaud, deseamos indicar que de todas las denominaciones que han tenido curso hasta ahora sobre él no retendremos ni rechazaremos ninguna (R. el delincuente, R. el vidente, etc.). Simplemente ellas no nos interesan, exactas o no, conformes o no, dado que un ser como Rimbaud –y algunos otros de su especie –los contienen necesariamente todos. Rimbaud el poeta es suficiente, es infinito. El bien decisivo y siempre desconocido de la poesía es su invulnerabilidad. Esto está determinado, tan fuerte como el poeta, hombre de lo cotidiano, es el beneficiario de esta calidad de la que no ha sido más que el portador  irresponsable. De los tribunales de la inquisición a la época moderna, no se ve más que el mal temporal recaiga finalmente a puertas de Thérèse d’Avila, no más que de Boris Pasternak. No aprenderemos nada sobre ellos, quienes nos llegan intolerables y nos prohíben ver su genio. Diciendo esto, no pensamos más que en el justo juego de las compensaciones que les aplicará su clemencia como a cualquier otro mortal según las oscilaciones de los hombres y el sentir de los tiempos.



Recientemente, se ha querido demostrarnos que Nerval no había sido siempre puro, que Vigny tuvo miedo en una circunstancia tonta de su ancianidad. Antes de ellos, Villon, Racine (Racine que su más reciente biografía usa un lenguaje tan refinado y de una competencia que dejé de buscar). Aquellos que aman la poesía saben que eso no es cierto, a pesar de las apariencias y las pruebas inamovibles. Los devotos y los ateos, los procuradores y los abogados no tendrán acceso profesional a lado de ella. ¡Extraña suerte! “Yo es otro” (je est un autre). La acción de la justicia es opacada allí donde arde, donde se asienta la poesía, donde ha ardido algunas tardes el poeta. Que él se encuentra de valeroso profesor para arrepentirse cómicamente a los cuarenta años de vehemencia, admirado en la veintena de sus años, el autor de Illuminations, y restituirnos su felicidad anciana mezclada con sus arrepentimientos presentes, bajo el aspecto rosa de dos compactos volúmenes definidos de archivos, esta labor de reagrupación no junta dos gotas de lluvia a una onda, dos cascaras de naranja de más al rayo de sol que gobierna nuestros lectores. Nosotros obedecemos libremente al poder de los poemas y los amamos por su fuerza. Esa dualidad nos produce ansiedad, orgullo  y felicidad.



En el momento que Rimbaud partió, habiendo rodado una espalda esculpida de actividades literarias y a la existencia de sus hermanos del Parnaso, aquella evaporación instantánea en el momento sorpresa, no quiso instaurar un verdadero enigma hasta después, una vez conocida su muerte y la división de su destino, dibujada sin embargo por un solo trazo de sierra. Pretendemos creer que no hubo ni ruptura, ni lucha, ni violencia, la última crisis atravesada; pero interrupción de relaciones, parada del alimento entre el fuego general y la boca del cráter, luego, descamación de sitios imantados y ornados de la poesía, mutismo y mutación del verbo, término de la energía visionaria, finalmente, aparición sobre las pendientes de la realidad objetiva de otra cosa que sería, ciertamente, vano y peligroso de querer establecer acá. Rimbaud  tiene su obra, rápidamente constituida, a la carta, olvidada, no tiene verdaderamente nada sufrido, no la ha detestado, no ha sentido en su articulación oscura la verde cicatriz. De la adolescencia extrema al hombre extremo, la distancia no se mide. ¿Hay una prueba de que Rimbaud haya ensayado, en el periodo que siguió, de entrar en posesión de los poemas abandonados en manos de los viejos amigos? A nuestro conocimiento, ninguna. La indiferencia completa. Él perdió los recuerdos. Lo que sale ahora de la flaqueza de la rama en lugar de las frutas, del tiempo que él fue un viejo árbol, esas son las espinas victoriosas, ponzoñas que fueron anunciadas por el persecutor olor de las flores.



Las observaciones y los comentarios de un poema pueden ser profundos, singulares, brillantes o verídicos. No pueden reducirse a una sola interpretación o a un proyecto o razón que no tiene razón de ser. La riqueza de un poema, si ella debe evaluarse con el número de interpretaciones que suscita, para arruinarlo seguramente, pero manteniéndolos en nuestras vestiduras, esta medida es aceptable ¿Qué es lo que centellea, habla más de lo que susurra, se transmite silenciosamente, hace fila de más detrás de la luna, sin dejar más que lo vacío del amor, la promesa de la inmunidad? Ese centelleo personal, esa trepidación, esa hipnosis, esas batallas innombrables son tantas versiones, unas plausibles de un evento único: el presente perpetuo, en forma de rueda como el sol y como el rostro humano, antes que la tierra y el cielo lo halan hacia ellos sin estirarlo cruelmente.



Acercarse a Rimbaud el poeta es una locura porque él personifica  a nuestros ojos lo que el oro era para él: el intradós (parte inferior de un arco, familiarmente un puente) poético. Su poema, fascina y provoca al comentador, el quebrantamiento inmediato; cualquiera que sea. Y como su único, ha obtenido a través la divergencia de las cosas y de los seres de los que está formado, absorberá sobre un plano burlesco los reflejos empobrecidos de sus propias contradicciones. Ninguna objeción a esto pues él las comprende todas: “yo he querido decir lo que eso dice, literalmente en todos los sentidos”. Palabra que, pronunciada o no es cierta, que se remonta indefinidamente.



Hace falta considerar a Rimbaud en la sola perspectiva de la poesía. ¿Es escandaloso? Su obra y su vida así se descubren de una coherencia sin igual, ni par, ni, por desgracia, su originalidad. Cada movimiento de su obra y cada momento de su vida participan en una empresa que diremos conducida por la perfección por Apollon y por Plutón: la revelación poética, revelación la menos deforme que, en tanto que ley, nos separa, pero que, bajo el nombre de noble fenómeno es nuestro encanto casi familiar. Estamos prevenidos: fuera de la poesía, entre nuestro pie y la piedra que presiona, entre nuestra mirada y el campo recorrido, el mundo es nulo. La verdadera vida, la colosal irrefutable, no se forma más que en los flancos de la poesía. Sin embargo, el hombre no tiene la soberanía (ni la tuvo ni la tendrá) de disponer a discreción de esa verdadera vida, de fertilizarla, salvo en los destellos que se parecen a los orgasmos. Y en las penumbras que los suceden, gracias al conocimiento que esos destellos han dado, el Tiempo, entre el vacío horrible que se mantiene oculto y una esperanza-presentimiento que no revela más que a nosotros,  y no es más que el próximo estado de poesía extrema y de visiones que se anuncia, el Tiempo se compartirá, se colará, pero a nuestro favor, mitad pradera, mitad desierto.



Rimbaud tiene miedo de lo que descubre; las piezas que se juegan en su teatro lo atemorizan y lo sorprenden, él teme que lo increíble no es real, y, por consecuencia, que los peligros que su visión le hace correr, así sean ellas mismas reales, están gravemente ligadas en vista a su pérdida. El poeta ruso (no se refiere a Rimbaud ya que él nació en 1854 en Charleville-Mézières, Francia) se esfuerza por desplazar la realidad agresiva en un espacio imaginario, sobre los tratos de un Oriente legendario, bíblico, donde se debilitaría, se apocaría su fabuloso instinto de muerte. Rusia es vana, el terror se justifica, el peligro es real. El reencuentro que persigue y que aprende, sobrevive como un doble cuerno, penetrando en sus dos puntos, en su alma y en su cuerpo.



Hecho raro en la poesía francesa e insólito en la segunda mitad del siglo XIX, la naturaleza en Rimbaud tiene una parte preponderante. No la naturaleza estática, poco apreciada por su belleza conveniente o sus producciones, pero sí asociada al poema donde ella interviene con frecuencia como materia, fondo luminoso, fuerza creativa de pensamientos inspiradas o pesimistas, gracia. De nuevo, ella agita, inquieta. He aquí lo que le sucede a Baudelaire. De nuevo las palpamos, sentimos sus extrañezas minúsculas. Percibimos en reposo que ya un cataclismo la arremete. Y Rimbaud va del dulce travesaño de hierba donde la cabeza olvidada las fatigas del cuerpo y se convierte en un agua de fuente, alguna caza entre poseídos en el pico de un acantilado que  expulsa el vómito y la tempestad. Rimbaud se apresura de lo uno a lo otro, de la infancia al infierno. En la Edad Media la naturaleza era combativa, intratable, sin brecha, de una grandeza indisputable. El hombre era raro, y raro era lo útil, al menos su ambición. Las armas desdeñadas o ignoradas. A finales del siglo XIX, luego de fortunas diversas, la naturaleza, encerrada por las empresas del hombre cada vez más numerosas, excavada, devastada, retorcida, dividida, desnudada, flagelada, acobardada, la naturaleza y sus amados bosques son  reducidas a una vergüenza de servidumbre insufrible, una disminución terrible de sus bienes. ¿Cómo se haría insurgente si no es por la voz de los poetas? Él siente despertarse el pasado perdido y burlado de sus ancestros, sus afinidades guardadas para sí. También vuela él a su ayuda, eterno y lúcido Don Quijote, identifica su destreza y la del otro, le devuelve a él, con el amor y el combate un poco de su indispensable profundad. Él sabe la vanidad de los renacimientos, pero más y mejor que todos, él sabe que la madre de los secretos, ese que ocupa las arenas que se expanden sobre el aire de nuestro corazón, de esa reina perseguida hay que mantener desesperadamente su partida.



Con Rimbaud la poesía dejó de ser un género literario, una competición. Antes de él, Heráclito y un pintor, Georges de la Tour, habían mostrado qué casa entre todas debía habitar el hombre: a la vez estático por el soplo y la meditación. Baudelaire es el genio más humano de toda la población  cristiana, su canto encarna esto último en su conciencia, en la gloria, en sus remordimientos, en su maldición  en el instante de su caída, de ser detestable, de su apocalipsis “Los poetas, escribe Hölderlin, se revelan en su mayoría al comienzo o al final de una era. Es por sus cantos que el pueblo se retira el cielo de su infancia para entrar en la vida activa, en el reino de su civilización. Es por sus cantos que ellos regresan a la vida primitiva. El arte es la transición de la naturaleza a la civilización y de la civilización a la naturaleza”. Rimbaud es el poeta de una civilización aún no aparecida, civilización donde los horizontes y los muros no son sino pajillas furiosas. Para parafrasear a Maurice Blanchot, he aquí una experiencia  de la totalidad fundada en el futuro, expiada en el presente, que no tiene más autoridad que la suya. Pero si yo sabía lo que era Rimbaud para mí, sabré lo que es la poesía frente a mí y no tendré más a la escritura.



El instrumento poético inventado por Rimbaud es quizás la única réplica del Occidente repleto, contento de sí, bárbaro desde su fuerza, habiendo perdido justo hasta el instinto de conservación y el deseo de belleza a las tradiciones y a las prácticas secretas de oriente y de las religiones antiguas así como las magias de los pueblos primitivos. ¿Este instrumento, del que disponemos, será nuestro último chance de encontrar los poderes perdidos? ¿De igualar a los Egipcios, los Cretenses, los Dogones, los Magdalenienses? Esta esperanza de volver es la peor perversión de la cultura occidental, su más loca aberración. Queriendo remontar a las fuentes y regenerarse, no se hace más que agravar el anquilosamiento, que precipitar la ruina y castigar absurdamente su sangre. Rimbaud había probado y reposado esta tentación: “hay que ser absolutamente moderno: tener el paso ganado”. La poesía moderna tiene un país de atrás donde la única ropa es la sombra. Ningún pabellón flota largo tiempo sobre ese barquillo que, según el deseo de su capricho se da a nosotros y se retoma. Pero ella indica  a nuestros ojos el rayo y sus recursos vírgenes. Algunos presentan: “¡Es muy poco! Y cómo distinguir lo que allí sucede? ¿Esos minuciosos tendrían el sueño de tallar el sílex hace veinte mil años?



Rimbaud se evade situado indiferentemente en su edad de oro en el pasado y en el futuro. Él no se establece. Él no hace surgir otro tiempo sobre el modo de la nostalgia o el del deseo, que por abatirlo tempranamente y recaer en el presente, ese dar en el blanco siempre hambriento de proyectiles, ese puerto natural de todas las partidas. Pero del aquí al más allá, la  exasperación es extraordinaria. Rimbaud nos ha producido la relación. En el movimiento de una dialéctica ultra rápida, pero tan perfecta como él no engendra un alocamiento, pero sí una ventisca ajustada y precisa que lleva todo con ella, insertando en el devenir su carga de tiempo puro, él nos entrena, él nos somete, consintiéndolo.



Para Rimbaud, la dicción precede de un adiós la contradicción. Su descubrimiento, su fecha incendiaria es la rapidez. La alcurnia de su palabra, su alargamiento desposado y cubierto de una superficie que el verbo hasta él no había jamás esperado ni ocupado. En poesía no se habita más que el lugar del que se ha partido, no se ha creado más que la obra en la que uno se desliga, no se obtiene la duración más que destruyendo el tiempo. Pero todo lo que se obtiene por ruptura, desligamiento y negación, no se obtiene que por los otros. La prisión se cierra tan rápido sobre el fugitivo. El que da libertad no es libre sino en los otros. El poeta no se regocija sino en la libertad de los otros.



Al interior de un poema de Rimbaud, cada estrofa, cada verso, vive de una vida poética autónoma. En el poema Genio él se describe como en ningún otro poema. Nos da el permiso, en efecto, que el concluye. Como  Nietzsche, como Lautréamont, después de haber exigido todo de nosotros, él nos pide de  “reenviarlo”. Última y esencial exigencia, ¿él que no se satisfizo de nada?, ¿cómo podremos nosotros satisfacernos de él? Su marcha no conoce sino un término: la muerte, que no es un gran asunto de este lado. Ella lo recibirá después de sufrimientos psíquicos tan increíbles como las iluminaciones de su adolescencia. ¿Pero su madre no lo había dado a conocer al mundo en un lugar de nacimiento impertinente rodeado de vigías parecidos a serpientes ávidas de calor?  Estaban tan bien guarecidos de él que lo acompañaron hasta el fin, no dejándolo que sobre el piso de su sepultura.


René Char
1956