Ojos en la espalda
Hay días que miro firmemente desde la oscuridad chispeante de mis ojos cerrados y prometo -no miraré más atrás. Lo hago como si fuera una decisión que se toma así, a la ligera, como si los recuerdos no estuviesen vivos hasta en el más mínimo aroma familiar en que reconocemos una risa lejana que ya se ha ido, una extravagante jugarreta de días perdidos o una lágrima amarga de felicidad. En aquellos momentos en los que me prometo no mirar atrás, es porque me dispongo a crear algo nuevo, es casi la solemnización del acto creativo, pero es imposible. También lo pienso antes de dormir.
Mirar atrás no es solo normal, es lo único que un ser sensato puede hacer, ver qué hay antes de él, conocer a lo que se enfrenta o a lo que se enfrentaron otros en el pasado. Saber que detrás de unos arbustos en forma de preguntas hay respuestas satisfactorias o palabras que alivian e incluso revelaciones perturbadoras en extremo.
A menudo le permito a mi cuerpo sentir que no da más, es interesante sentir y luego pensar cómo se desmoronan los sentidos frente al dolor corporal. Intento un salto en el vacío para dejar de soportar aquel cruel martirio que la mente impone. Entonces me veo caminando lentamente por una carretera oscurecida en la que nadie quiere mirar al frente. Las personas caminan, corren, trotan, conducen y hablan entre sí sin mirar al frente, todas vienen hacia mí y no se detienen y caminan con el cuello como si fuera el de un búho. Se les ve serenos y amables en su eterno mirar hacia los pasos ya caminados, hacia los recuerdos que no desean irse, se les ve tan sosegados que casi me carcome el alma sentir que a mi corazón lo halan desde su centro sin lograr undirlo, pero infundiéndole un dolor inmenso, como si de él pendiera la roca que Sísifo sube a la montaña día y noche sin descanso y sin ningún beneficio. Las personas no me miran, no veo sus ojos que expresan lo que sienten, no me veo en sus reflejos oculares, tan solo tengo su nuca árida y los pasos hacia el frente. Entonces los dejó atrás, pero cuando quiero verles el rostro, soy yo el que no puedo voltear a mirar, no puedo. Estoy concentrado en el vacío inmesurable del padecimiento absurdo y no puedo mirar atrás, y las personas pasan sin verme porque solo se dan cuenta de sus propios pasos y cuando yo quiero verlas no puedo porque no me atrevo a mirar hacia atrás, para mis pasos y para mi vista solo hay una perspectiva... y soy el único en esa vía, y soy el único en esa dirección, voy en contravía y descubro algo alarmante... mis pasos, los pasos que yo doy hacia adelante los estoy dando hacia el pasado del resto de las personas que miran hacia ese pasado al que yo me dirijo, yo no veo hacia el futuro porque es esa la ruta que confundí con mi pasado, mis pasos y mi mirada estan perdidos, caminan y miran através del pasado colectivo y se alejan más y más del camino futuro.
Entonces el desespero, el no saber qué hacer, sentir o decir frente a tan inmaculado cuadro de pesadilla. La ruta se ensombrece y siguen apareciedo, cada vez menos, seres sin rostro, con nucas inmensas que miran hacia donde yo miro porque de allí vienen, pero se alejan, se alejan por alguna razón. Entonces me hago preguntas para aliviar el camino -¿Porqué no deseas mirar hacia atrás, de donde vienes? - y respondo sin saberlo -porque no solo veo mi pasado sino el de otras personas que afectan mis adentros -¿No entiendes que si no miras atrás caminas hacia él? -lo entiendo pero no puedo detenerme -¿Qué te hace pensar que olvidarás lo que te perseguirá por siempre? -no pretendo olvidarlo, solo quiero encerrarlo en algún lugar de mí ser para que emerja cuando tenga que hacerlo y no para que esté latente todo el tiempo -¿En qué piensas? -en olvidar -¿Y si para olvidar debes recordar lo que debes olvidar? -entonces seguiré mi inútil empresa hasta sentirme satisfecho... Las voces se mezclan y ya no se escucha bien ninguna de ellas. Continúo mi marcha en la carretera de los búhos.
De repente siento una mano en mi hombro y giro de manera automática y brusca por el susto inmenso de la irrupción, y veo, en la otra dirección la carretera desolada, y camino por donde he caminado ya y recuerdo las preguntas que hice y las angustias de los pasos y la aridez de las nucas y con el mayor de los deseos anhelo ver unos ojos que jamás he visto, pero la carretera está sola. Sigo mi camino y veo una mancha a lo lejos y apuro mi camino... es un perro cualquiera blanco que mira hacia atrás. Me embarga ahora una frustración más grande, no solo he traicionado mi promesa sino que así tampoco puedo ver a los ojos a nadie, continúo y lo mismo, personas con nucas adornadas pero ni un solo ojo.
Destellos
Cómo recuerdo aquel olor penetrante desde los primeros días de noviembre. Aún no estábamos en vacaciones pero ya el aire traía su aliento de eucalipto y pomarrosa, así como las gruesas humaredas de una pañoleta, de un trueno, de un volcán o de la más mínima e inofensiva cebollita o martinica.
Hoy, después años de prohibición, después de tantas víctimas quemadas, de tantas manos que ahora son inútiles y de rostros deformes; recuerdo que viví plenamente los últimos años de gloria de la pólvora. No había límite, en todo lo que pensaba cuando salíamos a vacaciones era en ese olor que aún hoy, en las quemas públicas que dejan tortículis, entra por mis cavernas y despierta los recuerdos. Entonces las velas, los fósforos, las mechas. Correr, destruir, quitar, poner, asustar. El itinerario se iba en comprar unas cuantas pañoletas, que eran las menos caras y las más peligrosas porque su mecha era muy pequeña, y buscar una alcantarilla, un tarro, una casa abandonada o algún lugar cerrado donde el ruido se concentrara y nuestro cuerpo vibrara con aquellas notas de destrucción.
El artículo cinco de la ley 670 de 2001 sancionó la pirotecnia:
ARTÍCULO 5º. Las disposiciones sobre
fabricación o producción de artículos pirotécnicos o fuegos artificiales
serán adoptadas por el Ministerio de Defensa Nacional, teniendo en
cuenta las disposiciones de los artículos anteriores de esta ley y
procurando erradicar la producción o fabricación, distribución y consumo
de artículos pirotécnicos o fuegos artificiales clandestinos, mediante
campañas específicas de la Policía Nacional y los Cuerpos de Bomberos, a
las cuales se destinarán los recursos del Fondo Municipal a que se
refiere el articulo siguiente. (http://www.alcaldiabogota.gov.co/sisjur/normas/Norma1.jsp?i=4160)
Recuerdo con nostalgia las cajas llenas de pólvora, llenas, llenas, con todo lo que pudiera occurrírsele al que fabricaba aquellas mortales cajetillas de sensaciones y emociones fuertes. Pienso que en esa edad fue donde quizá usé más adrenalina. Era inquietante ver cómo se alzaba el humo de un volcán, regio, fuerte y siempre hacia arriba. Formaba líneas demenciales y fluctuantes de visos amarillos, rojos y azules al final. Cuando el volcán ya terminaba de agotar su mecha salíamos corriendo a patearlo lo más lejos que pudiéramos, indiscriminadamente, sin pensar en nada porque éramos niños, pensábamos con las sensaciones; salía entonces volando el pedazo de pasta aún echando humo y prendido.
Cuando los diciembres traspasaban nuestras expectativas y las cajas eran aún más profundas y repletas de pólvora, derrochábamos el dinero gastado en pólvora como si fuera arroces para las palomas. Las cajas de sonajeros se abrían casi solas y empezábamos a experimentar con circunferencias y espirales. Sonarejos puestos punta con punta que formaban una larga cadena de pirotecnia en proceso, era absurdamente peligroso. Se prendía el primero, y como efecto dominó se prendían los otros quince o veinte que vendrían después, pero apenas explotaba el primero, los que estaban alrededor salían volando sin respetar cabellera, blusa, zapato, lo que fuera. Los sonajeros encendidos como fósforos ensordecedores volaban por los aires como palomas y se posaban en la gente que pasaba, debajo de los asientos, debajo de los carros, en cualquier parte, entonces comenzaba la función. Todos corrían, incluso nosostros, el pánico era terrible porque parecía que habían minas en el suelo, esparcidas todas, sin poder caminar, simples sonajeros usados estúpidamente.
Por otro lado, cuando no había la suficiente pólvora éramos más irresponsablea aún, y ningún ojo nos ponía la vista encima. Amábamos los ruidos, así que cuando no habían sonajeros, nuestros favoritos, nos poníamos en la tarea de desmontar las llamadas metralletas, sacarles tatuco por tatuco de pequeños explosivos que tenían una mecha delgadísima y gris, fina, rápida, muy rápida, tanto que varios de esos se quemaron en nuestros dedos. Entonces con las metralletas desarmadas teníamos lo mismo que muchos sonajeros, más pequeños, más ruidosos, con una coraza más dura, pero con iguales riesgos de herirnos. Hay otros muy comunes, las culecas, las mariposas, los pitos, la caja de muchos cohetes, el que solo prendía si estaba en una escoba porque daba vueltas, en fin, una cantidad sin fin de colorines alucinantes en calles estrechas de risas y sustos.
Alguna vez me quemé, sí, no fue nada grave y aunque se note la nostalgia con la que recuerdo aquellas explosiones, estoy de acuerdo en que se haya prohibido su uso público. Gracias a unos reflejos de niño inquieto pude escapar un diciembre de desfigurar mi rostro o de quedarme sordo. Un volcán mal prendido me sorprendió queriéndolo prender y soltó su bocanada de chispas centelleantes sobre mí, me cegó por varios minutos, el dolor era intenso, un ardor inconcebible para esa edad, sentía que mi oreja me ardía tremendamente mientras todos se agolpaban sobre mí, a tocarme y a echarme remedios caseros, sin embargo, a los quince minutos ya estaba de nuevo en la calle.
En estos tiempos postmodernos, de consumismos y renovaciones permanentes, la pólvora a la venta libre podría ser todo un atentado contra la humanidad porque nunca se está excento de un defecto de fábrica o incluso de una reverberación descontrolada. No faltan entonces los nuevos grandes-niños. Una especie de adolescente que tiene serios problemas de regresiones porque en lugar de queres ser y actuar de forma coherente, quieren verse y actuar como si de nuevo fueran bebés, como si quisieran de nuevo entrar al vientre materno y no me imagino que sería de nosotros si ellos tuviesen acceso a la pólvora de la misma manera que yo lo tuve.
Aquí, en mi país Colombia, la pólvora no ha desaparecido del todo, ahora es más clandestina. Se vende en tiendas de barrotes blancos, de barrios protegidos por bulla y por pancartas y lechones y carros atravesados. Desde el 2009 he notado que la tolerancia sube como en los viejos tiempos en Bucaramanga, pero entonces las noticias nos traen a la realidad casos desgarradores de miles de quemados en zonas caribeñas donde las leyes son solo para el que las escribe y para los que sirven a su familia.
Solo nos queda la pirotecnia pública, las quemas de los grandes almacenes o de los barrios y algunos carranchos. Las quemas pasivas en las que uno se queda mirando al cielo y ve como se ilumina la noche con destellos centelleantes, de formas y colores diversos que antes estaban en nuestras manos de niños. O los carranchos milenarios que se destrozan desde dentro como si fuera un hombre que ardió desde su corazón.
Antes de los cruces de camino
Siempre hay por allí bolsas de desechos, paquetes
de algo, sea comida o sea material orgánico, degradable o no, es como una
premonición, además se empiezan a ver más caminantes desprevenidos, menos
arborización en los alrededores y de repente se siente un olor a madera
achicharrándose en las brasas de algún restaurante cercano. Antes del cruce de
caminos hay casi siempre también más rocas tiradas en las laderas de la
carretera, acechantes a cualquier motociclista o ciclista adormilado que se
atreva a zigzaguear los caminos.
Fue en uno de estos
muelles de camino asfaltado que se encontraron los restos de unas antiguas vasijas
y cántaros de una cultura apenas distinguible entre los grupos indígenas de la
región. Yo apenas llegaba con mi primo a las laderas desiertas de ese día
porque había pendiente una visita qué hacer en las cercanías de Boyacá, en los
alrededores de Vélez. Llegamos con el sopor de la tarde que caía lenta, por
acierto siempre cargo la cámara en esos momentos. La carretera se había dejado
devorar lenta, como quien se come una salchicha de esas calientísimas que por
dentro traen queso o salsa derretida o como un neófito se va decepcionando de
su nueva religión. El asfalto estaba tibio y quemaba más la entrepierna. Me
agrada siempre antes de llegar a estos estaderos, los árboles arropan la
carretera y entonces solo pasa a través de ella algunos rayos de luz que se
estrellan contra las rayas blancas que no se dejan contar en una carretera que
se mueve.
Un muchacho de gorra
camionera ahuecada y teñida por el solo aire de los camiones nos dijo que si
queríamos coger uno de los pedazos de aquellas piezas de antigüedad antes de
que se las llevaran para un museo o para algún lugar donde se pudrieran sin ser
vistas por nadie. No me interesó mucho la intervención del hombre que nos hacía
la oferta mas tuvimos que acercarnos para no ser descorteses con él ni con la
curiosidad que aquel incidente despertaba.
Las miramos con desdén
porque parecían pedazos de materos desechos y destartalados, cubiertos de
tierra y todos polvorientos, como si hubieran llegado del desierto. Estaban en
una caja de esas en las que echan los pollos de colores, de los que venden en
frente de los colegios a los niños ilusionados con la idea de una mascota y que
fallecen a los tres días, amanecen tiesos o mueren ahogados o por
sobrealimentación o de inanición. Casi se salían los trozos de cacerola
por un lado. En esas pasó el mismo muchacho a toda prisa, llevaba un tarro con
algunas tuercas y otras partes indispensables para la reparación de un
automotor, pasó con tal brusquedad que movió la caja y cayeron al piso los
pedazos de cerámica antiquísimos que no se rompieron, para sorpresa nuestra,
pero que sí habían desatado la curiosidad cuando por el movimiento habían
dejado vislumbrar unos colores rojos como de sangre y otros marrones y verdes.
Un hombre viejo con un bastón los movió para que los viéramos mejor, no había
mucha gente allí, cinco personas incluido el torpe muchacho de la gorra grasienta.
Otros solo pasaban, se quedaban ahí bebiendo su tinto o hablando por celular,
compran pan, dulces, tortas, comen chorizo con papa chorreada, una morcilla con
ají o una gaseosa.
Nadie quiso tocarlas, su aspecto arcaico daba una
sensación de respeto. Todos estaban tan cerca de las piezas, era como si casi
quisieran olerlas, olfatear la vida que antaño vivió en aquellas vasijas. Los
dibujitos parecían como personas agachadas y cuadradas, amasando algo y,
alrededor unas líneas rectas en forma de rombo que se seguían. Un estrépito
interrumpió en la muchedumbre que miraba las piezas, era el hombrecillo de la
gorra, que quería saber si había hecho algún daño, entonces las vio y se quedó pasmado,
tomó sin avisar la punta del bastón del viejo las escarbó como si fuera un conocedor
de aquellas piezas… como un pito sonó la voz de un hombre -¡Mono!- un grito de
desespero. Él volteó y salió corriendo y todos lo seguíamos con la mirada, el
hombre que lo estaba llamando estaba de cabeza abajo, sostenido por una
manguera de agua que colgaba de la parte alta de un camión grandísimo. Todos
nos quedamos mirando el incidente, riendo y con un poco de susto porque si ese
hombre se hubiese caído, escalabrado seguro. Cuando ya todo pasó, nos volteamos
para mirar las piezas y habían desaparecido. Nadie dijo un apalabra y todos nos
dispersamos en silencio.
Para quienes la musica clásica es como una larga y diáfana película hecha de las exaltaciones puras de un espíritu, les recomiendo leer esta crónica bajo las notas de uno de los mejores músicos franceses del impresionismo musical, Claude Debussy, interpretando su obra "Reflets dans l'eau". Es muy agradable escucharlo y saber que las notas tienen una gran afinidad con el título, reflejos en el agua.
La lluvia no son siempre las gotas de agua que caen del cielo y nos empapan la ropa o nos hacen resguardarnos bajo un andamio o bajo la carpa de algún negocio. La lluvia es vanidosa, es una dama digna de las más exquisitas atenciones, por eso, cuando llueve, hay que detenerse unos segundo a mirarla, o a escucharla... brinda el confort que desatan sus notas.
Las calles de Girón se extienden ondulantes y uniformes, los faros no iluminan más que lo suficiente y la luz de la tarde se desvanece como la llama de una cerilla, lenta; primero se pierde al azul y el blanco de las nubes dejándole paso al amarillo que poco a poco se torna naranja hasta que muere en un rojo suplicante por aire.
Deseé que esa noche lloviera porque quería quedarme. No era justa tanta alegría, no era justo que terminara solo con unas miradas abrasadoras. Mientras me veía en unas fotografías que no pensaba ver ese día, como regalo de aniversario, me desesperaba mirar al cielo y pensar que la lluvia vendría pronto para hacernos correr hacia alguna parte, con un frío incandescente que alumbraría nuestro espacio. Rogaba por una gota, por un rocio al menos que nos hiciera detener un rato más en aquel paisaje de ensueño. No hubo lluvia, la noche fue cayendo sobre nosotros mientras caminábamos en busca de la salida de aquel monumento al recuerdo que es San Juan de Girón en su parte más colonial y representativa del siglo XVII.
A sus calles ancestros de antaño
a sus calles estilo Español
hoy brindamos con fe y coraje
este himno grandioso de amor.
El himno se contagia. Cuánto no deseé que la noche me absorbiera y me dejara una huella más fuerte que la de mis recuerdos para retener aquel momento. Caminaba como si quisiera andar en círculos, distraído en el blanco de las paredes de tapia pizada, sentía las piedras del piso como tortugas que caminaban bajo mis pies y recordaba que en la mayoría de las puertas, cuando el ocaso no se había formado nisiquiera y el calor se sentía, lo perros miraban por las rejas como si estuviesen pensando o añorando días pasados. Veía los zaguanes amplios y los patios con flores, muebles incestrales, reliquias de hace dos siglos, ancianos en mesedoras movidas por la muerte a la espera... todo se quedaba grabado y yo seguía deseando que una gota de lluvia me despertara de aquel letargo.
San Juan de Girón está cerca al río de Oro, que vio pasar y padecer a indios y a negros en busca de metales preciosos mientras se levantaba el pueblo que recibió y acogió a Eloy Valenzuela, el teólogo, botánico y científico por los tiempos de Virreinato. Párroco célebre de nuestras tierras, por su conservadurismo y por la puñalada que recibió mientras dormía en una de sus hamacas de veraneo un 31 de octubre de 1834. fue herido entonces el simpatizante de la monarquía y de la ciencia. No es tan inimaginable que a un cura lo hirieran en ese entonces para robarlo, incluso es algo que hoy en día se nota y que Manuel Mejía Vallejo retrata en el cuento "El milagro". Ellos, los curas, son como unos bancos de dinero, cada día recogen y recogen, todo se convierte en en en oro y en promesas vacías y tintineantes. Valenzuela al parecer tenía enemigos, todos fervientes por su arraigado concervadurismo. Murió así entonces el cura.
(http://giron-santander.gov.co/apc-aa-files/38326533343634336335636234323637/book069_082.pdf)
(http://giron-santander.gov.co/apc-aa-files/38326533343634336335636234323637/book069_082.pdf)
Y así seguimos caminando, yo disvariando como otras veces, con un poco de nostalgia, otro poco de amor e ilusión y un tanto más de anhelos. Quedó la imagen en mi mente de tan solo unas cuatro o cinco gotas, el rocío más dichoso y cargado de sentido que hubiese podido pedir. Es un roció tibio, que nace desde adentro y que se aferra a los sentimientos como una parte fundamental de ellos. Viví mi lluvia, de otra forma, no fue la lluvia que deseaba pero sí una que me dejó la sensación de que volvería más a menudo, en busca de más rocío sin calma.
Pequeña Manhattan
No es tan absurdo decir que Bucaramanga se está convirtiendo en una nueva Manhattan, así esta sea una isla cerca de Brooklin y del Bronx y que, en cuanto a nosotros, estemos rodeados de cordilleras y cerros. En alguna conversación desaforada de tardes de aullidos, como lobos ambrientos, dos jóvenes se reunieron para mitigar la pena del aburrimiento y llegaron a esa conclusión. Fue un vaticinio irreparable porque los dos lo hicieron al mismo tiempo y se miraron excrutadoramente, como si la idea se hubiera concebido por un proceso de diálogo continuo y de divagaciones reveladoras, con toda la consciencia social que se pudiera gestar allí. No era para menos, estaban en una banca desolada, en medio de edificios y construcciones, en la última banca inútil, en medio de edificaciones de ruido y de personas jamás vistas.
Al decirlo quedaron anonadados y entonces consintieron que la idea era una simple interpretación. Decir que Bucaramanga es la pequeña Manhattan es puro artificio retórico, una paradoja que hizo reír a un hombre que pasaba por allí y que resultó ser un ex-militar, un exhiliado, un estafador pendenciero. Dijo que era una tontería, que este pueblo nunca sería como las ciudades de Estados Unidos. Los otros dos rieron también y le dijeron que él era la misma razón por la que ellos decían tal cosa. Que tal vez sí, que él tenía razón en reírse porque la idea de relacionar esas dos ciudades era irreconciliable por posición geográfica y por situación mundial y muchas más minucias, pero que, sin embargo, la población ascendente en una sociedad se da a notar por la cantidad de personajes sospechosos en las calles. Lo insultaron, como solo los intelectuales lo hacen, y al parecer el lánguido hombre de camisilla esqueleto y pantalón bombacho no lo entendió, o lo entendió y le agradó que los otros lo reconocieran porque se quedó enfrente de la banca, y en lugar de seguir defendiendo su punto de vista, tomó una posición engañosa y relató una de sus fechorías, con todo el descaro del mundo, como si fuera más bien una advertencia. Contó que en ciertos puntos de pago de sevicios públicos se hacían como chulos los timadores y le ofrecían dinero a los incrédulos que iban a pagar, fingiendo ser personas importantes y de gran calibre monetario. Hacen que el ingenuo le dé su dinero a cambio de unos pocos pesos mientras ellos corren ingenuos por su parte, hacia otra parte. Les inventababa un falso proveedor a la vuelta de la esquina que no existía, un simple mandado que el tonto hacía porque el que le pedía el favor venía medio mejor vestido. Él trataba de hacer gracioso el relato, pero su voz no dejaba de tener un tono de tristeza, como de remordimiento que se quiere sanar con la advertencia.
La conversación terminó con un vaticinio más, se desvió de lo socialmente posible, como que Bucaramanga estuviese creciendo a paso agigantado, que en las afueras de la ciudad hubiesen todo tipo de reformas a las carreteras, que cada vez más llegara gente del campo a trabajar en estas construcciones y construyen allí sus casas de tablas de pino y zinc, ponen las esperanzas en la construcción de un gran centro comercial de una carretera o algún otro proyecto constructivo tal que, incluso en estos tiempos de 2012, y ya testigo de una situación común en 2010 (carreteras nuevas en la zona industrial); la construcción de los túneles y el gran centro comercial, ubicados alrededor del Estadio de Atletismo la Flora, están en vías de terminar ya desde hace algún tiempo. Lo que los transeuntes ven es el asfalto nuevo y las construcciones alzándose lentamente, lo que no ven es que detrás de eso, dónde casi no se pueder entrar porque es "restringido", resulta ser un barrio marginal en crecimiento, y la población llega y sigue llegando y toman las tierras y allí conforman una familia, instauran una nueva comunidad amparada por las construcciones. Bucaramanga cada vez tiene más pinta de ciudad, como una pequeña Manhattan que vive tranformaciones continuas y necesarias, que aloja trabajadores informales y los mantiene como a los hijos bastardos que se encierran en el ático.
En su Trilogía de Nueva York Paul Auster describe lo que se siente estar en una ciudad, algo así como:
Perdido
no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo.
Cada vez que daba un
paseo se sentía como si se dejara a sí mismo
atrás, y entregándose al
movimiento de las calles, reduciéndose a un
ojo que ve, lograba escapar a la
obligación de pensar.
Bucaramanga es en algunas partes agibiante, tanto que el ser se aleja al ensimismamiento y se pierde la obligación de pensar, como lo anuncia Auster. Miremos, a pleno mediodía la multitud agolpada del centro, esquivando y corriendo, enlazados en una maraña de responsabilidades y transitos y trámites que no dejan espacio al pensamiento. Así se siente caminar por una ciudad, un abandono tenaz, un desconocimiento total, una certeza de la propia insuficiencia que es terrorífica. Se puede entonces andar sin rumbo y sentirse un completo extraño donde no se conoce a nadie y ninguna persona nos distingue.
En todo caso, uno de los dos jóvenes contó que había soñado con el fin del mundo, y que él lo había vivido en las calles de esta ciudad. Que la vio destruida por vallas publicitarias que se quemaban y se caían a la carretera con fuerza y alimentaba más la miseria y el horror de aquella pesadilla, la gente no cabía en las calles y lo único que había para hacer era rodar por todas partes burlando la muerte, o sentarse y dejar que algún edificio se le cayera encima.
Así la conversación se fue, como los jóvenes que tomaron rumbos distintos, listos a perderse entre la multitud para no pensar, que es pensar de otra forma.
Tal vez uno de ellos viva cerca a las nuevas y llamativas edificaciones que se están preparando cerca al antiguo Vivero o al estadio La Flora, donde se preparan dos largos túneles que por cierto aún no tienen luz. Quizás el otro viviera cerca a Quebradaseca, más cercano al corazón de la ciudad y donde está su "espina dorsal", como lo expresa Vanguardia Liberal (http://www.vanguardia.com/santander/bucaramanga/164489-evolucion-de-la-espina-dorsal-de-bucaramanga). Que por cierto se llama así porque en El Mesón de los Búcaros había un nacimiento de agua que formaba la quebrada. Luego de años y años, cuando Bucaramanga fue una ciudad con algo de buen comercio, los campesinos venían y dejaban sus mulas para comprar alimentos y demás. Poco a poco la ciudad se fue llenando de basuras hasta que se hizo una nueva remodelación en el año 1990. Hoy está de nuevo en reparación, como si ese sitio no fuera el adecuado para construir, como si alguna vez se le hubiera llamada a ese sitio Quebrada-hueca.
El olvido a puertas
Como si fuera el empeoramiento de una enfermedad irremediable, el olvido nace del mismo destino que es la vida, ningún ser humano podría con el enorme peso de la conciencia, y si lo hiciera quedaría relegado a una vida de detalles casi efímeros, a una belleza desmesurada que los acompañará hasta la tumba, como a Funes el memorioso (1994), tal como lo relata Jorge Luis Borges:
Había aprendido sin
esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín.
Sospecho, sin
embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar
es olvidar diferencias, es
generalizar, abstraer. En el abarrotado
mundo de Funes no había sino
detalles, casi inmediatos.
Funes, como pieza de la gran psique, o imaginación de Borges, es una ficción muy bien lograda. Por otra parte, esta crónica trata del hombre que sí olvida, el que deja de lado un nombre para recordar una caricia, deja de lado una fecha para llenar sus recuerdos con aromas sagrados o saca de su mente un viejo parque de infancia y atiborra su mente de dígitos, de letras o de imágenes absurdas. Si en Bucaramanga se hiciera la cuenta de los parques olvidados, no seríamos la ciudad de los parques, sino la ciudad con más cementerios de estos. Con un afán desmesurado por construir y sacar partido de aquel magnífico prodigio, los malabaristas de las leyes (unos pocos), se las arreglan para meter en cada barrio una docena de parques a medio hacer que terminan siendo guarida de jíbaros, escenario de peleas o simple vejamen que se traga la naturaleza.
La única forma en que se mantienen vivos estos mágicos sitios de alboroto es por los niños de los niños, y en la memoria de los que recordamos la niñez. Del parque que les narro este borroso incidente ya no quedan más que las escaleras tiernamente cubiertas por las hojas de caídas de los árboles, en especial de los bambúes y las palmeras que adornan con su verde encendido el color pobre gris que se pierde entre sus despojos, aún se ven los arcos magníficos como metonimia a un palacio, a otro mundo. Aquellas escaleras fueron antaño una alegría de espaviento, jubilosa y rebosante porque su cercanía al jardín botánico Eloy Valenzuela permitía visitar los vejamenes de la casa de Tarzan y el pozo de los deseos, así como las ardillas y los patos del lago y los innumerables árboles que competían por la luz del sol. Para cuando eso el Jardín botánico tendría solo nueve años de creado ya que, al igual que yo, fue dado al mundo en 1990 (http://www.cdmb.gov.co/bpin/archivos/89a802eb6b617798ac48.pdf), fue mayor que yo por siete meses. Del parque que les hablo, y del que hoy no queda más que una entrada en ruinas, fue motivo mi exaltación y lo recuerdo por ser el que tenía el resabaladero más grande, largo y temerario, lo que era un atractivo y al mismo tiempo una pesadilla para los chicos.
Como buen niño criado a la buena de las especulaciones de la calle y los amigos, dejado a la suerte de la seguridad de un conjunto residencial, no sentí el menor miedo para hacer uso de aquella maravilla, pero había cantidad de niños diferentes a mí en ese entonces. En especial recuerdo a uno, muy blanco y gordo que tenía un peinado tipo hongo, perfecto, sus facciones parecían las de un oriental y su ropa estaba tan bella y pulcra que parecía salido de una propaganda de televisión. Ni idea cuál sería su nombre, lo recuerdo porque subió el resbaladero con la parsimonia con la que un condenado camina hacia la silla eléctrica o hacia la cámara de gases; yo estaba dando vueltas, girando incesantemente en la rueda de colores que empezaba a tomar fuerza. A cada vuelta veía risas en el machín machón, me abarrotaban las ganas de subirme en el pasamanos, en el vacío de columpio, incluso recuerdo las ganas de tirarme de la rueda en movimiento y caer al peladero y luego rodar por el pasto que había. Entonces, cuando miré hacia el resbabaladero, vi al niño allí, en la angustia más terrible e inimaginable que pudiera reflejar su rostro. Estaba anonadado por la altura de aquella caída sin sentido, por aquella pendiente que ya no era divertida sino una tortura impuesta por sus padres y sus amiguitos con el único fin inconsciente de verlo reír o llorar, de crearle un trauma, así es, porque al verlo allí, desamparado en la cima del resabaladero mientras otros querían lanzarse, él no se movía, él no sabía si poner sus nalgas en el metal caliente o agarrarse de los barrotes para volver a bajar las escalera que lo llevarían de regreso al suelo.
Fue muy tarde, para desgracia suya, y para goce de los demás, ya otros niños hacían fila para subirse. No recuerdo si me tiré de la rueda o si esta paró de un momento a otro, escuché como le decían que se tirara, que no pasaba nada; y a sus padres, que le decían que se bajara, que si no quería tirarse que otro día lo hacía. Fue más la presión de los niños. Puso sus pesadas posaderas en el metal hierviendo de la tarde y, contrariando su presagio de tragedia, se lanzó con fuerza y valentía. El peso de su cuerpo lo hizo tomar entonces tanta velocidad como ninguno de nosotros lo había hecho, el metal caliente hizo que el algodón de su pantaloneta resbalara como una rueda y entonces sus piernas no resistieron con fuerza la caída. Encontró el piso, árido, cálido y humedo de sangre entre sus manos y frente. Era muy largo el trayecto, muy pesado su cuerpo, muy corta la emoción, muy poca su fuerza, fuerte el miedo. Vino la risa, el regaño y finalmente volvió todo a la normalidad, salimos de aquel lugar que ya desde entonces comenzaba a verse transitado por aires de olvido y corrupción.
Tal vez mi consciencia recuerde con claridad este momento y pueda traerlo a estas crónicas por su valor emotivo y reflexivo. Desde ese día supe que la muchedumbre no solo da ánimos al que puede lograr algo, sino también al que puede fracasar, para ellos da lo mismo ver una victoria que una tragedia, las dos son un espectáculo. Tal vez por eso tanta gente patética se presente a los reality shows, alentados por ingenuos igual que ellos y con el único fin de robarle cinco o seis minutos de precidada existencia a un televidente que no ha comprendido que está vivo, y que si no fuera porque se ha olvidado del él mismo para ponerse a ver esas pendejadas, podría estar inmerso en la lectura de un poema, en la realización de un dibujo, en la interpretación o la contemplación de una canción, incluso podría estar dando vueltas por la ciudad, o por el pueblo, divirtiéndose con sus recuerdos y alimentando la conciencia con la nostalgia de los sitios que han quedado a en el olvido de otros, pero no en el suyo.
Diamanb
Crónicas de mi psique
Fotografía de autor