viernes, 5 de octubre de 2012

De roca en roca



Cronica del oficio extraño



Algunas personas simplemente no trascienden en nuestras vidas. No son interesantes, no saben hacerse sentir, no llevan consigo una marca de originalidad para distinguirlos o de amabilidad para respetarlos. Por el contrario, hay otras que son de un carácter tan excéntrico, de unas costumbres tan sofisticadas y al mismo tiempo tan nobles y abiertos, que así se pierdan en su misma extravagancia es difícil despegarse eso que dejaron en uno contagiado.

     Cuando conocí a Johan jamás pensé que fuera como resultó ser. Al principio me pareció un tipo normal, un loco mechudo de la UIS que estudiaba biología, que era amigo de Miguel y parte del grupo scout de Bucaramanga; se la pasaba hablando sobre partes de plantas y de animales, de extractos extraños, de hongos e incluso de mitología, decía todo como si fueran verdades irrefutables, con un ahínco y una perseverancia que más parecían de abogado que de biólogo. Lo conocí antes de entrar a la Universidad, sin embargo lo conocí dentro de la Universidad, por los tiempos en los que cualquiera podía entrar sin ser molestado por algún guardia de seguridad a la entrada, ni siquiera había que tener carnet o carta de invitación para entrar, lo único que se necesitaba era un uniforma de colegio, un bolso con libros o un folder. Por aquellos tiempos la universidad era muy diferente, se respiraban aires un poco más autónomos por parte de los estudiantes aunque, lo admito, era impresionante la cantidad de tahúres que había. Miguel me invitaba a acompañarlo a jugar, con él siempre estaba Johan, o Camacho, porque solían llamarse por el apellido como en el colegio, así que Miguel se sentaba a jugar, a ganar o a perder dinero mientras Johan y yo y el que quisiera, disfrutábamos de conversaciones existenciales o religiosas, hacíamos especulaciones maravillosas y dejábamos que fueran las palabras las que se apoderaran de nosotros hasta que caía la noche y ya no quedábamos en pie más que los tres. Miguel salía contento o triste, según su bolsillo, aunque, generalmente él, estudiante de Licenciatura en Matemáticas, posee un sentido de humos exaltado y único, capaz de despistar a los otros jugadores y capaz de superponer lo gracioso a cualquier pérdida.

     Tiempo después, cuando ya Diego Alejandro era un Universitario con carnet, se me hizo raro no ver a Johan por ninguna parte. Encontraba a Miguel en las mesas de juego, riendo y haciendo chistes, pero Johan no estaba en las mesas de conversaciones.  Era extraño porque realmente sabía hacer interesantes las charlas. Al principio no le presté mucha atención. Estará en clase –pensaba. Sin embargo, y después de no verlo casi por dos semanas, hice la pregunta a Miguel y él me respondió que había y tenido que dejar de estudiar este semestre debido a ciertas responsabilidades que él tenía con su madre y su hermana, que él era el hombre de la casa, el mayor, y por cuestiones del azar y de la economía debía invertir su tiempo en algún trabajo que le reportara dinero. Lo comprendí bien. Sabía que habían personas que debían hacer ese tipo de excepciones o pausas en su vida, así como otros lo hacían a la par con el estudio, es decir, trabajo y estudio al mismo tiempo, formal o informal, ahorro para el semestre, para la familia o para viajar. Yo mismo viví esto un tiempo, después de que salí del colegio debí trabajar en un taller de joyería para pagar los gastos de inscripción a la Universidad, luego lo dejé y seguí desempeñando un trabajo informal con una familiar. Son cuestiones que roban tiempo, y más si son situaciones que involucran la familia. No le hice más preguntas al respecto a Miguel y decidí que en el transcurso de los días debíamos volvernos a encontrar.

     Muchos semanas después, un tarde de sopor en unas bancas de cabecera, a uno de los amigos de Johan y Miguel se le dio por decir que Johan se había vuelto vegetariano y que estaba flaco y amarillo, que al fin la locura lo había alcanzado desde la naturaleza, que había cambiado de religión y que ya no reconocía ni a Miguel. Al principio me hizo gracia, lo imaginé con una túnica curaba, un mechón de cabello en la parte posterior de la cabeza y vendiendo hamburguesas vegetarianas. Todos reíamos y decían que de él se podía esperar cualquier cosa. Luego llegó. Pero no llegó flaco y vegetariano ni rapado, sino macizo, con el cabello más largo que antes, más moreno, con una mirada de determinación más rústica y con bandas en los dedos de las manos. Su espalda se había ensanchado como la de un campeón de natación, igual sus piernas, el cabello parecía el de una mujer y conservaba la expresión recia y seria de su rostro. Todos lo saludamos de la misma forma, con cierta distancia de respeto, menos Miguel que era como su hermano ye igual de alto y fornido que él, aunque se notaba que no le gustaba mucho esas muestras de afecto. Fue entonces cuando nos enteramos, de su misma boca, lo que había estado haciendo.

     No esperábamos lo que nos dijo, sabíamos que Johan era excéntrico y que no era de las personas que desempeñaría cualquier trabajo, pero ¡instructor de rappel! Todos quedamos atónitos y luego reímos a carcajadas porque pensábamos que se estaba burlando de nosotros, pero la expresión en su rostro era de tal determinación que no había más remedio que seguirlo escuchando. Nos contó que había iniciado con esa visión desde que estaba en segundo semestre, que él y otro compañero se iban al muro de la Universidad a practicar y que así fue acercándose más y más a su deseo, que había ahorrado y había pedido dinero prestado para comprar las herramientas necesarias, que había tenido problemas en casa y con sus prestamistas. Nos parecía una locura, típico de Johan que vive en un mundo de voluntad exaltada.

     Mientras él nos relataba esto, yo recorvad una ocasión en las que nos invitó a “La mojarra”, unas cascadas lleno para Piedecuesta, muy bellas por cierto, era una trayectoria de todo el día, mientras se pasaba por caminos muy estrechos buscando los posos de una corriente de agua fuerte y fresca que nacía de la montaña. Recuerdé muy bien la segunda cascada que era la más difícil y en la que duramos más tiempo arrojándonos al pozo. La cascada era una caída de más o menos diez metros, adornado por una roca enorme por la que había que subir, quisiese o no porque por allí era el camino. En el agua habían pequeños cangrejos y  la naturaleza se tragaba la luz del sol, pero cuando uno lograba subir la cascada, con la ayuda de Johan, la primera vez, podía ver cómo era el sol el que iluminaba un tapete verde de hojas, mientras la razón peleaba con uno porque estaba al borde de una enorme roca resbalosa, todo descalzo y mojado, mirando al frente, donde caía el agua limpia y con fuerza para sumergirse con un pozo verde y frío. Johan nos brindaba adrenalina, nos compartía su vida, sus hazañas y sus deseos, entonces uno dejaba de pensar en que podía rajarse la cabeza en medio de la nada y perder allí la vida o la consciencia y se arrojaba al vacío, caía con el agua hasta tocar el hielo del pozo en medio de los aplausos y chiflidos de los demás, desbordando adrenalina y crecido por el hacer sido capaz de… porque ensero que se necesitaba estar muy loco, o tener muchos cojones para subir esa piedra y tirarse, sabiendo que estaba mojada, con cieno, y que al menor paso en falso lo mínimo que se podía esperar era una fractura. 

     Gracias a ese día recordé tardes entera de mi infancia en las que partíamos con “los grandes del conjunto” hacia “la Clausen” unos nacimientos de agua en Floridablanca que no eran tan extremos como el que nos mostró Johan, pero si guardaban en la  travesía el espíritu de aventura que tanto había olvidado.

Esa noche, en la que Johan reapareció y nos relató su trabajo, dedujimos que el más feliz de nosotros en ese momento era él. Había hecho lo que gustaba y lo desempeñaba muy bien, por lo visto ganaba bien porque las escaladas no se bajaban de cien mil pesos por persona o algo así, a menos de que fuera alguna compañera especial o un amigo de confianza. Al parecer, después de los tiempos difíciles en su hogar ya podría el estar más tranquilo y quizás volver a la U, pero eso al parecer no era lo que tenía en mente. Finalizamos la noche en el antiguo “Jamming”, un bar de reggae cerca a las bancas donde estábamos, cantamos a voz en cuello “Divina Ciencia”, “Te conozco de antes” y “Tonigth”… la expresión en el rostro de Johan había cambiado mucho y en sus ojos se veía el destino de los que parten.

     Volvió un semestre a la Universidad, iba no iba, cuando nos sentábamos a hablar no dejaba de evocar la tranquilidad de las montañas, la aspereza de las rocas, el frío de las mañanas del campo, las flores, los animales, la tranquilidad en sí de su trabajo. Al parecer lo extrañaba, demasiado. Se volvió más callado, ya no intervenía en las conversaciones como antes, se quedaba ahí pensando, imaginando, supongo, un atardecer perdido en la cima o una fogata para cerrar la victoria.

     Johan dejó de ir a la Universidad. Hace unos meses nos hablamos y me dijo que había escrito un libro sobre los mayas, lo cual resultó ser cierto, empezamos juntos a corregirlo pero como todo lo académico lo dejó de lado, no quise preguntarle si quería volver a la universidad, de todas formas se le ve feliz y decidido, sigue desempeñándose como instructor de  rapel y no deja de tener ideas excéntricas. Sé que le hace falta a muchos en la Universidad porque es una gran persona, pero también sé que a esas grandes personas también les hace falta la soledad y el sopor de estar tranquilos consigo mismos, porque si algo se destaca en él, es que vive de la verdad, y estoy seguro que al último que le mentiría sería a él mismo.









Diego Alejandro Mantilla Beltrán