Los
miedos en ocasiones nos llevan a encerrarnos en una burbuja desde donde nos
sentimos seguros, como investidos por un manto de protección y calor que
difícilmente podría ser deshecho. No queremos que nadie nos hable al respecto y
si se llega a nombrar el tema, enseguida vienen las excusas y los lamentos,
partimos a toda prisa para que no se descubra el temor que prefiere guarecerse
que enfrentarse.
Desde muy
chico, precisamente desde el fallecimiento de mi abuelo paterno, hice un pacto con migo. Recuerdo que tenía 10 o 11 años, ya sabía lo que era
la muerte, el hecho de que la persona no volviera nunca más, que su rostro se
quedara en las fotografías o en los recuerdos.
La primera
imagen que viene a mi mente de aquella experiencia es la máquina de cafés y los
cubitos de azúcar de la funeraria, supongo que preferí jugar con ellos, divertirme con la
oscuridad del tinto que sombrea la blancura del cubito y luego se lo traga, lo
disuelve y se lo lleva al pozo de la taza. Allí estaba también yo, en el pozo
de mis pensamientos, resguardado en mis juegos, haciéndome pasar por
desapercibido frente a mis propios familiares con único fin de que nadie me
acercara al ataúd abierto de mi abuelo.
No sé exactamente
si tenía miedo, sería normal ya que mi edad lo permitía en los límites de lo
normal, sin embargo ese día me juré jamás mirar al interior de un ataúd. Así
pasó el resto del día en la funeraria. Mi familia apenada y llorando, y yo,
buscando juegos improvisados y excusas para que no me alzaran ni me llevaran a
rastras hasta el cofre pintado de caramelo para ver un rostro que me imaginaba aún vivo.
El tiempo
ha pasado y he asistido a otros cuatro o tres velorios más, el del padre de un
primo, el del hermano de un amigo, el de mi abuelo materno y el de un familiar
de mi novia, y en ninguno de los casos me he atrevido a asomar mi cabeza por el
cofre abierto. Siempre digo –es mejor recordarlos como eran antes –sin embargo,
cuando voy a velorios de personas que jamás había visto tampoco me atrevo a
mirar, me impido caminar rumbo a ese largo lugar
de reposo, oloroso a flores, a perfumes, a polvos de mujer y a incienso
ascendente.
Quizás
sea cierto, a lo mejor le tengo miedo a los cadáveres –pensaba hace unas
semanas –por qué no averiguarlo de unas vez por todas, a ver si es que jamás me
voy a atrever a acercarme a un sarcófago con un muerto, por qué no irme a la
fuente y verlos desnudos, sin arreglar, aún mohosos tal vez, aún con rastros de
color en su piel marchita; por qué no recorrerlos con la mirada, y si es que
tengo miedo, por qué no averiguarlo de una vez por todas y salir despavorido
frente al rostro de la muerte.
Entrar al
anfiteatro será un enfrentamiento psicológico con migo mismo. Antes de tocar
aquel piso frío o limpio mi espíritu está sereno, de hecho está ansioso. Me
hago entonces preguntas que me desconciertan como ¿por qué es que no me atreví
nunca a ver el rostro de los muertos si desde muy chico me han gustado las
películas de terror, de sangre y de cadáveres? ¿Cómo es que después de pasar
tantos videojuegos sangrientos piense que le tengo miedo a los muertos?
Mi
abuelita si dice “a los que hay que tenerle miedo es a los vivos, los muertos ya
no pueden hacer nada”. Por otro lado también recuerdo que de niños éramos, mis
amigos y yo, muy masoquistas con esto de influirnos temor, quizá algo quedó de
aquellos juegos macabros.
Situados
ya en el presente, he decidido averiguar de una vez por todas que sucede con
ese episodio enlagunado de mi vida. Por cuestiones del destino, una familiar
muy cercana, mi prima María Andrea Castellanos, estudia enfermería en la UIS y,
al hacer contacto con ella, una mujer muy hermosa por cierto, no me imaginé
que ella podría ser quien me llevara a este sitio donde tal vez entraría a
descubrir una parte de mí que siento empantanada.
Al
preguntarle sobre sus experiencias ella respondió:
Cuando se ingresa por primera vez
al anfiteatro todos tienen diferentes reacciones en mi caso personal fue
impresión pero a la misma ves tenia ansiedad de mirar el cuerpo y saber cómo
eran los músculos realmente, pasan muchas ideas por la cabeza porque es mirar
el interior de un ser que alguna vez estuvo vivo y que tristemente nadie
reclamo su cuerpo.
Muchos de mis compañeros se marearon, empezaron a sudar y a ponerse fríos porque algunos cuerpos están en muy mal estado y se ven despedazados los músculos parecen carne desmechada suena terrible pero es así, además el olor a formol es bastante incómodo.
Algo que se me olvidaba en la primera visita cuando se finaliza la práctica, entregan una encuestas donde hay preguntas como, su reacción en el anfiteatro fueron : de miedo, de ansiedad, de incomodidad, y así sucesivamente. Ya que hay casos de estudiantes que generan unos traumas y tienen pesadillas y el miedo es tanto que les impide el ingreso a la práctica.
Yo me he dado cuenta que ya es tan cotidiano estudiar en un cuerpo que muchas veces nos olvidamos que es una persona y no la tratamos con la delicadeza que se merece el cuerpo.
A pesar de todo lo anterior no deja de ser emocionante tener la oportunidad de ver el cuerpo humano en el interior y estudiar su funcionamiento, siempre que hay una práctica se aprenden millones de cosas.
Supongo que hay situaciones que es mejor no develar ante uno mismo. Pienso que por eso pasó lo que pasó y mi visita a ese lugar se entorpeció hasta más no poder. Sin embargo, me quedan todas las imágenes que Andrea dejó en mi mente, la idea de insensibilidad que crean los médicos que empiezan a jugar con los cadáveres como si fueran muñecos, como lo que son, objetos de estudio. Me molesta pensar de nuevo en que la mayoría son cuerpos que nadie desea reclamar, personas sin familia o que simplemente no tuvieron buenas relaciones con nadie, es triste, pero es cierto.
El ser humano, resulta en varias ocasiones, inhumano, y no lo digo solo por jugar con nuestros cuerpos después de la muerte y maquillarlos o abrirlos y llenarlos de líquidos para que se noten más las venas y podamos estudiarlo, no, hablo de la deshumanización con nosotros mismos, como en mi caso, con este miedo que no concreto, quizás sea mejor dejarlo madurar hasta que el día tenga que llegar y por fin descubra mi arrepentimiento, para qué afanarlo, curarlo a la brava, acaso no soy humano y tengo derecho a experimentar las sensaciones... acaso un cadáver necesita que yo me pare a su lado a tomarle fotos y a verlo deshumanizado en una camilla de acero, desnudo, morado, con los ojos dormidos, sin brillo y la boca azul. Me quedo con las imágenes y sigo con mis incognitas, ya vendrá el día del encuentro con mis temores.